Yo llegué a La Guajira por los hilos.
Por Daniela Ballesteros
daniela.ballesteros@fucaicolombia.org
No por las semillas, ni por las regaderas, ni por los tanques de 2000 litros que hoy señalan, como pequeños faros negros, el lugar donde la tierra vuelve a respirar. Llegué por las tejedoras. Por esas mujeres que convierten el viento en mochila, el silencio en chinchorro y la memoria en tapiz. Hace cinco años entré a trabajar en FUCAI acompañando el programa de tejedoras y la entrega de alimentos, y fue allí, entre bultos de mercados y conversaciones en voz baja, donde entendí que la verdadera urgencia de La Guajira no cabía en una sola palabra: era hambre, sí, pero también era cansancio, desconfianza, abandono, sed.
En otras regiones, cuando hablamos de soberanía alimentaria, lo hacemos desde una experiencia acumulada. Hemos visto chagras y sistemas agroforestales crecer hasta alcanzar indicadores sólidos: suficiencia, variedad, capacidad de decidir qué se siembra, cómo se siembra y para quién. Comunidades que, poco a poco, han recuperado el derecho de escoger no solo qué comen, sino qué historia cuenta su comida. Pero en La Guajira, la palabra soberanía se topa primero con otra más brutal: agua.
Porque aquí, antes de la semilla, está la ausencia. Antes del maíz, el polvo. Antes de cualquier programa, la certeza de que durante años el Estado y muchos proyectos pasaron como quien cruza un desierto en carro: rápido, con los vidrios arriba, sin bajarse nunca a tocar la arena caliente.
Recuerdo la primera vez que caminamos entre las huertas marcadas en la sabana. Se notaba que alguna vez fueron promisorias: cercas de alambre de púas, palos resecos señalando antiguos linderos, el esqueleto de un sistema de riego que alguien instaló, fotografió y olvidó. La tierra estaba dura, rajada, como piel que no ha conocido la sombra en demasiado tiempo. Nadie trabajaba esas huertas desde hacía años. Lo único verdaderamente vivo era el viento.
En FUCAI teníamos claro que, si hablábamos de agricultura en La Guajira, no podíamos empezar por el catálogo de tecnologías, sino por la memoria de quienes han resistido. Por eso, cuando nos sentamos a pensar quién podía ser el corazón técnico de este sueño, todos terminamos diciendo el mismo nombre: Libardo Pushaina.
Libardo lleva doce años trabajando con FUCAI en La Guajira. Lo vimos llegar joven, casi muchacho, lo vimos casarse, lo vimos cargar a sus hijos recién nacidos y traerlos a las reuniones, a las mingas, a los talleres. No se formó en una universidad, pero tiene algo que muy pocos títulos garantizan: un alma curiosa, paciente, terca. Un día, antes de que habláramos de proyectos agrícolas, decidió que quería tener su propia huerta.
Nadie se lo pidió. Nadie le ofreció un incentivo, ni un informe que llenar, ni una foto para redes. Solo empezó. Había escuchado hablar de chagras en la Amazonía en uno de los intercambios que organizó FUCAI, había visto cómo en otros territorios se trabajaba la tierra sin quemarla, respetando el monte, aprendiendo del bosque. Y decidió probar, aquí, en el desierto, donde todos nos han repetido que “aquí no se da nada”.
La tierra, sin embargo, respondió.
No fue fácil. Los chivos se comieron varias cosechas. Las iguanas, silenciosas y pacientes, se llevaron otras tantas. Con los pájaros, me cuenta Libardo entre risas, tuvo que firmar un acuerdo espiritual: “Yo les dejo parte de la cosecha, y ellos dejan parte para mí”. No es una broma. Así se negocia con el territorio: con palabras, con ofrendas, con respeto. Con reconocimiento de que uno no está solo sembrando; está entrando en una conversación vieja, anterior a cualquier fundación.
Cuando vimos lo que estaba logrando, supimos que no necesitábamos importar técnicos, sino reconocer a los que el desierto ya había formado. Por eso lo escogimos como nuestro técnico en campo. No porque supiera todos los nombres científicos de las especies, sino porque había vivido en su propio cuerpo el diálogo con esta tierra dura y sabía, y porque teníamos un principio claro: en La Guajira, las soluciones para la agricultura tienen que venir, primero, de las comunidades.
En 2022, Libardo empezó a recorrer las comunidades de la sabana, no con un listado de beneficiarios predeterminado, sino con una pregunta honesta: “¿Quién quiere sembrar?”. No buscábamos llenar cuotas ni cifras fáciles: queríamos gente que realmente deseara trabajar la agricultura, que estuviera dispuesta a aprender del desierto, de los vientos, de la paciencia que exige una semilla aquí.
Así se formó el primer grupo base. Con ellos empezamos a aprender de las relaciones entre los cultivos y el entorno: qué resiste más al calor, qué se aferra mejor a la poca humedad que trae el rocío, qué maderas conviene usar para las cercas, cómo orientar los surcos frente al sol y al viento. Nuestra filosofía era (y sigue siendo) depender lo menos posible de recursos externos. No porque nos sobre el romanticismo, sino porque hemos visto demasiados proyectos que mueren justo cuando se acaba el financiamiento.
Alineamos nuestra estrategia con el calendario de lluvias de La Guajira. Escuchamos a los mayores, revisamos los registros, contrastamos lo que decían los libros con lo que contaban las abuelas. Y allí apareció la otra fuerza silenciosa de este siglo: el cambio climático, desordenando lo que antes tenía un ritmo, desplazando las lluvias, apurando unas, atrasando otras, confundiendo a todos.
Frente a ese desorden, nuestro secreto no ha sido la tecnología más avanzada, sino la logística más flexible. Un calendario que se mueve con el clima, no contra él. Equipos que saben que hay que acelerar la entrega de herramientas cuando las nubes aparecen, o que a veces hay que esperar, aunque eso signifique desacomodar cronogramas y reportes.
Sin embargo, cuando acabaron las lluvias, entendimos que la voluntad no se bebe. Hubo un punto en el que, si queríamos que las huertas sobrevivieran al verano, teníamos que instalar sistemas de riego. Lo hicimos con una certeza amarga: habíamos visto suficientes sistemas de riego por goteo fracasados en La Guajira como para saber lo que no queríamos repetir. Tubos abandonados, tanques perforados, mangueras sin agua. Hierros que se oxidan mientras alguien declara el proyecto exitoso en un informe.
La diferencia, esta vez, no fue el plástico, sino la gobernanza. Los sistemas de riego que instalamos son administrados bajo técnicas tradicionales y acuerdos propios de las comunidades: quién abre, quién cierra, cuánto tiempo se riega, cómo se cuida la manguera, qué sanciones hay si alguien abusa del agua. El riego no es un regalo: es una responsabilidad compartida.
En 2023 llegó la primera gran cosecha.
Recuerdo el día en que viajé con Camila a visitar las huertas. Íbamos con la libreta lista, pensando en indicadores, en porcentajes de aumento, en hectáreas intervenidas, esos lenguajes que uno aprende a hablar para dialogar con el Estado y la cooperación internacional. Pero cuando llegamos, las tablas, los cuadros, todo eso quedó en silencio.
Las mujeres y los hombres de la comunidad nos recibieron con algo que en todos mis años en FUCAI no había visto en La Guajira: nos entregaron los primeros frutos de sus huertas. Sandías, melones, mazorcas, ahuyamas, fríjol. No era la entrega simbólica de un día de proyecto; era el resultado de meses de trabajo, de madrugadas cargando agua, de discusiones familiares sobre quién se encarga de qué surco, de cuidar que los chivos no se comieran la siembra.
El pueblo wayuu es profundamente generoso. Quien ha compartido una yonna, quien ha dormido en un chinchorro bajo ese cielo sin nubes, quien ha recibido un café en una casa de barro, lo sabe. Pero recibir los frutos de una huerta, aquí, tenía un significado distinto. No era solo gratitud: era una declaración de confianza. Estaban compartiendo con nosotras no un mercado comprado, sino una parte de su propia seguridad alimentaria naciente.
Para llegar a ese momento, el camino fue tan concreto como lo exige el desierto. Hemos entregado regaderas, tanques de 2000 litros, palines, carretillas, rastrillos metálicos. Hemos trabajado con los grandes almacenes de estiércol caprino y ovino que tienen los wayuu en sus corrales, transformando un residuo en abono, un problema en fertilidad. Hemos llevado semillas de sandía, millo, maíz, fríjol, melón, marañón, moringa, ahuyama. Hemos instalado mallas de gallinero para proteger los cultivos, polisombras para el verano.
Pero nada de eso tendría sentido si no estuviera acompañado por algo más profundo: la decisión de ver en el desierto una fuente de riqueza y no solo un paisaje de escasez. Parte del trabajo de FUCAI, en La Guajira y en otros territorios, ha sido precisamente ese: ayudar a que se vean abundancias y potencialidades allí donde otros solo han inventariado carencias.
Ahora entramos en una nueva fase: la cocina nativa.
Porque el centro de la agricultura, lo sabemos bien desde la Amazonía, no es la parcela, sino la cocina. Son las manos que combinan los ingredientes, las historias que se cuentan alrededor del fogón, las recetas que sobreviven al olvido porque alguien, una abuela, una tía, una niña curiosa, decidió repetirlas. Queremos recuperar las recetas ancestrales, las maneras antiguas de preparar el maíz, el fríjol, la ahuyama, los frutos del desierto. Queremos que el plato que llega a la mesa no sea una imposición de afuera, sino la continuación de una memoria wayuu que vio siempre un territorio vivo, y no una condena.
Todo este trabajo ha sido posible gracias al apoyo de Manos Unidas, nuestro cooperante español, que no llegó con la ansiedad del proyecto corto, sino con un compromiso serio de aportar a la erradicación del hambre en el mundo, empezando por reconocer que La Guajira no es un paisaje exótico, sino un lugar donde niñas y niños tienen derecho a crecer sin que la sed y el hambre sean su lengua materna.
En paralelo, FUCAI trabaja en otro proyecto que busca algo quizá menos visible pero igual de urgente: un cambio estructural en la política pública nacional para garantizar los derechos de las familias y los niños wayuu. Porque de nada sirve que una huerta florezca si la institucionalidad sigue tratándolos como ciudadanos de segunda, si el acceso al agua potable sigue siendo una promesa incumplida, si la niñez wayuu aparece en los discursos y desaparece en los presupuestos.
Con este proyecto agrícola queremos mostrar que es posible tener resultados concretos, medibles, hermosos incluso, sin traicionar una verdad sencilla: los principales aliados para transformar La Guajira son los wayuu mismos. No son beneficiarios, son coautores. No son “población objetivo”, son pueblo con nombre, palabra y horizonte.
Yo, que empecé doblando mercados y escuchando a las tejedoras contar cómo se les iba el día entre el telar y la búsqueda de alimentos para sus hijos, miro hoy estas huertas y siento que hay un hilo que las conecta con esas primeras mochilas. Es el mismo gesto: transformar lo que se tiene —hilo, arena, semilla, palabra— en algo que alimente el cuerpo y la dignidad.
De la cocina les hablaré en otro artículo. Porque allí, entre el sonido del agua que hierve, el olor del maíz tostado y las voces mezcladas en wayuunaiki y español, está ocurriendo otra revolución silenciosa: la de un pueblo que vuelve a reconocerse no solo como sobreviviente del desierto, sino como anfitrión de una abundancia que siempre estuvo ahí, esperando que alguien, como Libardo frente a su primera huerta, se atreviera a decir: “Probemos”.
