Los que no están en la mesa: los niños ausentes en la COP30
Por Adán Martínez
adan.martinez@fucaicolombia.org
Belém do Pará, con su humedad espesa y su olor a fruta madura, está más viva que nunca. La ciudad se agita con diplomáticos, técnicos, asesores, activistas, periodistas. La COP30 ya no es un evento que se anuncia: está ocurriendo, ahora mismo, en cada pasillo lleno de prisa y cada sala donde los discursos suenan pulidos, pero a veces vacíos.
La Amazonía está en juego.
El planeta también.
Pero en medio del ruido, entre credenciales colgando y agendas apretadas, hay algo que se repite como una sombra incómoda: la participación indígena se usa, demasiadas veces, como decoración.
Un canto, un saludo ritual, un atuendo colorido, una foto que “viste” el evento… y nada más.
Y lo más peligroso de todo es que lo mismo puede pasar con los niños.
Hay una forma elegante, casi imperceptible, de reducir a un pueblo a un accesorio. De invitar a sus representantes solo para hacer más linda la foto final.
Se les da un espacio “cultural”, se agradece su presencia, se habla de lo valioso de “sus saberes”, y luego se continúa con el guion escrito por los adultos, en otra lengua, desde otra lógica.
Ese riesgo está presente en cada COP. También aquí, en Belém.
Y ahora, mientras se habla de incluir a niños y niñas en el debate climático, hay un peligro real: convertirlos en símbolo en vez de actores.
Pero la Amazonía ya mostró algo que desmonta esa tentación: Los niños no vienen a adornar nada.
Vienen a trabajar.
Y lo están haciendo mejor que muchos adultos.
No es una metáfora bonita ni un gesto de ternura.
Son hechos.
En la frontera entre Perú, Colombia y Brasil, durante los últimos tres años, niños y niñas indígenas han sembrado más de 60.000 árboles maderables y frutales.
Sesenta mil.
Lo han hecho en el marco de los proyectos realizados con FUCAI y financiados por Kindermissionswerk.
Lo han hecho caminando largas distancias, cargando tierra, cuidando semillas, escuchando a los mayores cuando saben…
y enseñándoles cuando no.
Porque esa es otra verdad que en las COP no se dice lo suficiente:
los niños están educando a sus padres sobre el clima.
Son ellos quienes explican por qué ya no hay peces en ciertos tramos del río. Son ellos quienes muestran cómo medir la sombra de un árbol para saber si la chagra está cansada. Son ellos quienes hablan del riesgo de la quema con más claridad que muchos funcionarios. Son ellos quienes recuerdan que la selva no es “recurso”, es casa.
En talleres, en malocas, en orillas de río, he visto a niños con una convicción que ningún adulto puede fingir. Su compromiso es desarmante. Su eficiencia, incuestionable.
Los niños no piden permiso para salvar el bosque. Van y lo salvan.
Y no es un caso aislado. En toda la Amazonía, desde donde terminan los llanos colombianos y empieza la Amazonía hasta el Acre, hay experiencias donde la niñez lidera procesos de restauración, educación ambiental, vigilancia comunitaria, chagras escolares, monitoreo de fauna, reforestación con semillas nativas y transmisión de saberes.
Los niños están resolviendo problemas que los adultos aún están discutiendo.
Mientras los expertos debaten metodologías para medir carbono, estos niños ya sembraron árboles que fijarán carbono por décadas. Mientras se discuten estrategias de educación climática, ellos ya están enseñando a sus comunidades. Mientras se decide cuántos millones destinar a programas de restauración, ellos restauraron hectáreas con sus propias manos.
Que no estén invitados formalmente a la mesa es una contradicción demasiado grande para ignorarla.
Si seguimos tratándolos como “participación decorativa”, perderemos no solo legitimidad, sino eficacia. Porque los niños no solo representan el futuro: lo están construyendo, literalmente, ahora mismo.
Aquí, donde la lluvia cae como si estuviera desesperada, donde el cielo cambia de humor en cuestión de minutos, donde el río parece un animal respirando, la COP30 se siente como una carrera contra un reloj que ya está acelerado.
Pero los niños no se aceleran.
Los niños actúan.
Los niños cuidan.
Los niños recuerdan.
Los niños siembran.
Y lo hacen porque todavía creen que la Amazonía puede levantarse. Porque aún escuchan al bosque sin filtros. Porque no tienen nada que perder y todo por recuperar.
Si la COP quiere decir que los niños importan, debe demostrarlo donde realmente cuenta:
en el presupuesto.
Se necesita un fondo obligatorio y multilateral para:
garantizar su participación real en los espacios de decisión,
proteger su seguridad,
apoyar sus proyectos de reforestación y monitoreo,
financiar procesos interculturales,
fortalecer escuelas que enseñen territorio,
y asegurar que los niños no estén allí como espectadores, sino como protagonistas.
No es un favor que se les hace.
Es una estrategia.
Es justicia climática.
Y es simple sentido común.
En Belém, mientras la COP ocurre y el mundo observa, la Amazonía sigue latiendo bajo un cielo cumpliendo su amenaza de lluvia.
Los adultos seguimos discutiendo acuerdos.
Los niños siguen plantando vida.
Ese contraste lo dice todo.
Si no los invitamos a la mesa donde se decide el destino del planeta, entonces estamos haciendo exactamente lo que la historia nos reprocha: Hablando del futuro sin quienes lo van a habitar.
Y quizá, cuando algún día nos pregunten por qué lo hicimos así, no tengamos una respuesta que pueda mirarlos a los ojos.
Archivo Fucai. Saracure Río Cadá
