Crónica del desierto: la veeduría ciudadana que le sacó agua a las piedras
Por: Ruth Chaparro
ruth.chaparro@fucaicolombia.org
En un rincón de Colombia donde la arena se come los caminos y el viento silba en wayuunaiki, una figura inusual surgió entre los cactus: una veeduría ciudadana. Y no cualquier veeduría: una que, contra todo pronóstico y con más terquedad que presupuesto, se propuso vigilar al Estado para que, por fin, cumpliera su deber con la niñez Wayuu.
Nacida de las entrañas mismas del desamparo institucional y el amor testarudo por la justicia y por la garantía de los derechos de los niños y sus familias, la Veeduría Ciudadana para la Implementación de la Sentencia T-302 de 2017 fue como ese vecino que no deja dormir al conjunto hasta que arreglen la bomba del agua. Solo que, en este caso, la bomba no era una tubería rota sino el Estado social de derecho hecho trizas en La Guajira colombiana.
Todo comenzó cuando la Corte Constitucional, en un acto de lucidez y desesperación, declaró un estado de cosas inconstitucionales por la violación masiva de los derechos fundamentales de los niños Wayuu. Agua, salud, alimentación: derechos básicos que brillaban por su ausencia mientras brillaba el sol inclemente sobre los jagüeyes secos. Y en medio de tanta sentencia, tanta promesa, tanta acta de comité con pan y café tibio, alguien tenía que hacer el trabajo sucio de preguntar: ¿Y qué está pasando en realidad?
Ahí entró la Veeduría. Movidos siempre —y sin perder el foco— por el interés superior de proteger a las personas más indefensas e inocentes que tiene una sociedad: los niños.
Armada con libretas, grabadoras, cuadros estadísticos, mapas dibujados en el reverso de hojas recicladas y una decisión tan firme como el palabrero que dice “esto no se hace “, esta veeduría se convirtió en los ojos, los oídos y el malgenio de las comunidades. No es un ente ruidoso, pero cuando habla en las sesiones técnicas, hasta el Ministerio de Hacienda toma nota. Porque si alguien sabe cuántas horas camina una mujer para conseguir agua, cuántos niños murieron sin un centro de salud cercano, o cuántas veces han cambiado el contratista sin que llegara un solo carro tanque, era la Veeduría.
Lo que pocos saben es que esta veeduría cuenta con un equipo interdisciplinario de alto nivel académico: economistas, juristas, periodistas, ingenieros, trabajadores sociales, nutricionistas y antropólogos que han recorrido el desierto con más rigor que una tesis doctoral. Han elaborado informes especializados que quitan el aliento y ponen en evidencia lo que muchos prefieren no ver: la situación de los pozos construidos por el DPS (algunos secos, otros abandonados), el funcionamiento tambaleante de las Unidades de Atención a la Niñez Indígena del ICBF, el drama de los niños que piden monedas, agua o alimentos bajo el sol ardiente en los peajes del desierto, y el preocupante manejo de los recursos del Sistema General de Participaciones. Todo eso lo han documentado con cifras, fotos, testimonios y, sobre todo, con un compromiso que no cabe en una resolución oficial.
Fueron tantas las veces que los autos de la Corte mencionaron su nombre, que uno creía que la Veeduría era una funcionaria más. Pero no: era el lado molesto y persistente de la ciudadanía organizada (FUCAI, CINEP, DNI, ONIC). Se le asignaron tareas dignas de un detective social: hacer informes, acompañar inspecciones judiciales, sentarse con palabreros y ministros, y lo más difícil de todo: leer y entender los planes de acción del Gobierno aun sin concluir ni concertar; sin perder la fe ni el juicio.
En una de esas audiencias, mientras la sala de la Corte se llenaba de frases como “sinergia institucional” y “modelo intercultural de provisión mínima vital”, la Veeduría habló claro: “Las pilas públicas no están funcionando y los pozos tienen más sal que el chisme de una tía en Navidad”;. Y en otra, cuando mostraron indicadores de cumplimiento en PowerPoint, ella mostró fotos de rancherías donde el cumplimiento brillaba por su ausencia. Porque allá, en la Media y la Alta Guajira, el cumplimiento no es una meta administrativa sino una olla de agua hervida, un niño que no se muere de hambre, un parto que no termina en tragedia.
La Veeduría también acompañó la discusión sobre la representación legítima del pueblo Wayuu. Y mientras algunos creían que eso se resolvía con una resolución o un decreto, ella insistió en que, sin escuchar a las autoridades tradicionales, sin consulta real, sin superar las relaciones meramente contractuales y sin reordenamiento territorial, todo quedaría en papel. Allí estuvo, como siempre: no con escándalo ni protagonismo, sino con respeto, conocimiento y paciencia.
Y ahora, que la Corte ha empezado a declarar niveles “altos” de cumplimiento en algunos aspectos, la Veeduría sigue ahí: tomando nota, preguntando ¿cómo están ejecutando el plan provisional aprobado?, ¿cuándo van a resolver el problema de movilidad, información, participación, transparencia y sostenibilidad? vigilando que los contratistas no se pierdan entre la arena y sobre todo, asegurándose de que nadie olvide que los derechos no se decretan: se garantizan.
Puede que no tenga oficina en Bogotá con vistas al Parque de la 93, ni cafetera de marca, ni logo corporativo con slogan en inglés. Pero en el desierto, donde el Estado muchas veces se deshidrata, la Veeduría ha sido un oasis de coherencia, de constancia y de dignidad.
Y eso, en este país, ya es mucho decir. Porque si hay una brújula ética que ha guiado cada paso de esta Veeduría —bajo el sol o entre expedientes—, ha sido el interés superior de proteger a los más indefensos e inocentes: los niños y las niñas. Ellos son la razón de ser, el norte moral y la causa persistente que justifica cada informe, cada visita, cada intervención y cada insomnio de este valiente equipo ciudadano.