¿Y quién habla del desierto en la COP 30 en Brasil?
Por Zulma Rodríguez
Un gran despliegue mediático se está dando en Belén (Brasil) a raíz del encuentro de los 198 países forman parte de la UNFCCC, lo que la convierte en uno de los mayores organismos multilaterales del sistema de las Naciones Unidas (ONU).
La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) creó la Conferencia de las Partes (COP) como el órgano encargado de tomar las decisiones necesarias para implementar los compromisos asumidos por los países en la lucha contra el cambio climático. La COP está formada por todos los países que han firmado y ratificado la Convención. Actualmente, 198 países forman parte de la UNFCCC, lo que la convierte en uno de los mayores organismos multilaterales del sistema de las Naciones Unidas (ONU).
¿Cuáles son los principales compromisos de los países reunidos y que firmaron el acuerdo de Paris y el protocolo de Kioto ?
Como está consignado en la página oficial de la Cop30 lo que se debe conseguir es con estas reuniones es: mantener el aumento de la temperatura global por debajo de 2 ºC, con esfuerzos para limitarlo a 1,5 ºC; incrementar las capacidades de adaptación y resiliencia; y alinear los flujos financieros con los demás objetivos del Acuerdo.
Sin embargo La presencia del desierto y, en general, de todas las regiones periféricas que suelen quedar relegadas en el diseño de políticas climáticas globales constituye un eje fundamental para las discusiones de la COP30. Aunque los debates internacionales tienden a concentrarse en ecosistemas amazónicos, bosques tropicales, océanos o grandes áreas urbanas, el desierto sigue siendo un territorio cuya vulnerabilidad frente al cambio climático es profunda y al mismo tiempo silenciosa. Comprender su importancia implica reconocer que los efectos del calentamiento global no se distribuyen de forma homogénea y que los territorios periféricos, donde históricamente ha existido menor inversión estatal, menor infraestructura y menor capacidad de adaptación, experimentan transformaciones más abruptas, impactos acumulativos y crisis sociales que se agravan año tras año.
En el caso latinoamericano, el debate adquiere un matiz particular. Los desiertos de la región como en La Guajira en Colombia, no solo son ecosistemas complejos y frágiles; son territorios donde viven pueblos indígenas cuya relación con el territorio está mediada por una cosmovisión profunda que entiende al desierto como un ser vivo, no como un vacío. Darles espacio en la COP30 supone reconocer que el desierto no es una frontera improductiva, sino un territorio vivo afectado por la crisis climática de maneras específicas: variabilidad extrema de las lluvias, sequías prolongadas, alteración de los patrones de viento, salinización de aguas subterráneas, degradación de suelos y aumento de temperaturas por encima de los promedios históricos. Y si a eso le sumamos las grandes explotaciones de carbón, gas, energía eólica, perforaciones de aguas subterráneas que influyen de manera directa con las dinámicas climáticas, y se suma a los efectos que se sienten en la región como La Guajira.
En este sentido, hablar de la "periferia" no solo remite a una ubicación geográfica marginal, sino a una marginalidad política. La periferia es ese lugar al que la política pública llega tarde y mal, donde la infraestructura para enfrentar las crisis ambientales es frágil o inexistente. En regiones desérticas, esta condición estructural amplifica la vulnerabilidad climática. Mientras las grandes ciudades pueden desplegar sistemas de alerta temprana, infraestructuras de captación, tecnologías de monitoreo o programas de adaptación, las comunidades que viven en el desierto enfrentan el cambio climático con herramientas tradicionales que, aunque valiosas, no siempre logran contrarrestar la escala de las transformaciones contemporáneas. Por eso, la COP30 debe situar en el centro una verdad incómoda: quienes menos han contribuido a la crisis climática son quienes la padecen con mayor intensidad.
Un ejemplo poderoso se observa en la alteración de los ciclos lluviosos. En los desiertos, las pocas lluvias anuales determinan la organización social, los calendarios de movilidad, los momentos de siembra, la recarga de jagüeyes o pozos, y la disponibilidad de pasturas. Cuando el cambio climático altera estos ciclos, se trastocan todas las dimensiones de la vida. Lo que antes era una lluvia anual relativamente predecible se vuelve un evento cada vez más errático, intermitente, concentrado o completamente ausente. Esta imprevisibilidad crea una cadena de impactos: disminución de la soberanía alimentaria, pérdida de animales, deterioro nutricional en la población que agrava aún más el Estado de Cosas Inconstitucionales de la península, tensiones por el acceso al agua, mayor dependencia de alimentos traídos de centros urbanos, y una presión creciente sobre los ecosistemas que aún conservan humedad.
Además, la desertificación avanza más rápido en lugares donde ya existe una condición árida. Los suelos pierden materia orgánica, se vuelven más frágiles y se reduce su capacidad de absorber agua. Cuando llegan precipitaciones intensas, el agua no penetra el suelo y se producen inundaciones repentinas que destruyen cultivos, viviendas o caminos. Esta paradoja sequia extrema combinada con eventos lluviosos violentos es una de las señales más claras del cambio climático en los territorios desérticos y demuestra que la periferia experimenta impactos simultáneos y contradictorios que exigen una lectura compleja, no reducida a simples indicadores de precipitación o temperatura.
Incorporar al desierto en las discusiones globales implica también reconocer su papel como laboratorio natural. Los desiertos enseñan, con una claridad que otros ecosistemas no tienen, que la resiliencia depende del equilibrio entre lo poco y lo esencial. Allí donde el agua escasea, cada decisión política, cada infraestructura y cada intervención ambiental tiene un peso desproporcionado. Las tecnologías que se implementen desde sistemas de captación de lluvia hasta plantas desalinizadoras, pasando por energías renovables como la solar o eólica deben ser compatibles con la ecología del territorio y con los modos de vida tradicionales. Los errores en la adaptación son costosos, no solo económicamente sino culturalmente, porque afectan a comunidades que han conservado prácticas ancestrales para sobrevivir en condiciones extremas.
La COP30, si quiere ser realmente un punto de inflexión, debe incluir al desierto no como un apéndice geográfico sino como un centro analítico y político. Debe escuchar a las comunidades que han enfrentado por generaciones la escasez, la variabilidad climática y las presiones externas. Debe comprender que la periferia no es un margen: es el lugar donde se anticipan los futuros climáticos que el resto del mundo, tarde o temprano, también enfrentará. Sólo así las decisiones globales podrán tener la profundidad, la justicia y la sensibilidad que exige un planeta que está cambiando más rápido que nuestra capacidad de reaccionar.
