Las sentencias judiciales y la selva: una luz en medio de la niebla
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
En Belém do Pará, la humedad es tan espesa que parece un recordatorio físico de lo que está en juego. Allá se reúnen, una vez más, los gobiernos del mundo para hablar de la Amazonía, esa palabra que en los discursos suena infinita, pero que en la realidad se encoge cada día. La COP30 comenzó con la solemnidad habitual: promesas, cifras, compromisos. Y, sin embargo, algo se siente distinto. Tal vez porque, detrás del ruido diplomático, hay otra conversación más silenciosa que empieza a abrirse paso: la de la justicia.
En los últimos años, las cortes latinoamericanas han empezado a producir algo que la política, por sí sola, no ha podido: cambios estructurales. No son perfectos, ni rápidos, ni fáciles de cumplir. Pero son un punto de apoyo en medio de una crisis que ya no es solo ambiental, sino también política, económica, social, climática y de relacionamiento. En tiempos en que todo parece tambalear, las sentencias estructurales son, al menos, una forma de mantener el suelo firme bajo los pies.
La Sentencia T-302 de 2017 de la Corte Constitucional colombiana, por ejemplo, reconoció un “estado de cosas inconstitucional” frente a los derechos del pueblo Wayúu en La Guajira. Lo que hizo fue más que ordenar un plan de emergencia: exponer la anatomía del Estado, sus vacíos, sus fracturas, sus silencios. Ministerios que no se coordinan, políticas que se contradicen, decisiones que no llegan a los territorios. No resolvió todo, pero permitió avances reales y visibles, abrió espacios de vigilancia ciudadana, y sobre todo, mostró que sí se puede mover la estructura desde adentro.
Otras decisiones intentaron seguir el mismo camino: la STC-4360 de 2018, que declaró a la Amazonía “sujeto de derechos” y exigió al Estado colombiano un plan intergeneracional; la T-622 de 2016, que otorgó personalidad jurídica al río Atrato; o el caso Waorani de Pastaza en Ecuador, que frenó la expansión petrolera sin consulta previa. Todas tienen algo en común: no piden, ordenan. Y lo hacen con una intención que la política había olvidado: reorganizar el Estado para que funcione.
Y ahí está la clave. Una sentencia que exige un plan interministerial o un pacto intergeneracional cambia la lógica. Ya no se trata de financiar proyectos o informes, sino de hacer que el Estado actúe con coherencia. Si el Ministerio de Ambiente firma sin coordinar con Agricultura, el fallo obliga a que haya coordinación. Si los pueblos indígenas son excluidos, la sentencia exige su participación. Cada orden judicial es, en el fondo, una forma de rendición de cuentas institucional.
Claro que las sentencias tienen límites. No sustituyen la voluntad política, ni reemplazan los recursos, ni garantizan que las cosas cambien de un día para otro. Pero son una luz de esperanza en medio de una tormenta de crisis simultáneas. Porque allí donde la política se paraliza y los proyectos se estancan, el derecho puede obligar a moverse.
La sociedad civil, por su parte, no puede quedarse esperando que las cortes hagan el trabajo. Si queremos que estos fallos se conviertan en resultados, debemos preparar el terreno. Con vigilancia técnica rigurosa, exigiendo que las órdenes se cumplan y que los planes de acción no se queden en papel. Con incidencia previa, generando evidencia, alianzas y estudios que sostengan los litigios estratégicos. Y con diálogo comunitario e institucional, ayudando a recomponer esa relación rota entre Estado y territorio. Porque incluso la mejor sentencia se debilita si no hay alguien que la acompañe en el terreno. La veeduría y el control ciudadano, son fundamentales para lograr que este tipo de sentencias mobilicen al estado. Y convierten este tipo de decisiones en acciones y cambios estructurales.
Desde FUCAI lo hemos visto una y otra vez: el mayor obstáculo no es la falta de ideas ni de recursos, sino la dificultad para relacionarse y coordinarse. Pero también hemos visto cómo, a través de estas decisiones judiciales, se abren rendijas de esperanza. Son avances modestos, sí, pero estructurales. Y en un continente cansado de reformas inconclusas, eso ya es mucho.
Mientras en Belém se anuncian nuevos fondos y se multiplican las declaraciones, vale la pena recordar que el cambio no vendrá solo del dinero ni de las palabras, sino de la capacidad de los Estados para escuchar, coordinar y cumplir. Y, en eso, las sentencias judiciales estructurales pueden marcar el camino de la obtención de resultados en esta crisis climática: El camino de una justicia que no promete milagros, pero que empieza, con la lentitud del bosque, a transformar las raíces.
