Belém do Pará: la última frontera antes del silencio
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
En mi último viaje tuve la oportunidad de hablar con algunos miembros del gobierno alemán. En medio de una conversación sobre cooperación y clima, uno de ellos me hizo una pregunta que quedó suspendida entre nosotros, como si pesara más de lo que sonaba:
—¿Ustedes qué opinan de la COP? ¿Es algo que funciona, o es simplemente una reunión más?
No respondí de inmediato. Tal vez porque la respuesta no está en las palabras, sino en lo que la tierra grita. A veces la COP parece un teatro de promesas mientras la selva se desangra. Pero este año, en Belém do Pará, la escena tiene otro peso: el calor no se discute, se siente. Aquí el río ya no solo murmura, se agita con urgencia.
Durante los últimos dos años, los signos han sido visibles. Los ríos de la cuenca amazónica registraron niveles históricos de sequía: el Río Negro, en Brasil, alcanzó su nivel más bajo en más de un siglo, dejando comunidades aisladas y sin agua potable. Al mismo tiempo, en las ciudades andinas la escasez de agua se volvió crisis: no solo por glaciares que retroceden, sino por lluvias que no llegan, sistemas que fallan y derechos que se disuelven. No es una advertencia: es una constatación.
Bruno Kelly Reuters
El gran desafío ya no es cuántos millones se anuncian, sino cómo lograr que ese dinero cambie el rumbo de la humanidad y logre resultados tangibles. Cómo conectar el financiamiento con quienes están obteniendo resultados. Los científicos lo advierten con voz grave: el punto de no retorno no es imaginario ni abstracto, es real y tangible. La Amazonía —pulmón, termostato y espejo del planeta— está comenzando a emitir más carbono del que absorbe. Y cuando el bosque deja de respirar, el mundo entero empieza a jadear.
La crisis, sin embargo, no es solo ambiental o financiera. En FUCAI lo hemos visto de cerca, año tras año: la crisis de resultados en la Amazonía es, en realidad, una crisis de relacionamiento. El mal relacionamiento se nota en los grandes gestos —como los cambios de política al vaivén de los gobiernos, las visiones cortoplacistas o las exigencias arrogantes que ignoran los contextos locales—, pero también en los pequeños: en la incapacidad de saludar, de mirarse a los ojos, de llegar a acuerdos y cumplirlos. De alcanzar, al fin, ese diálogo genuino que todos mencionan, pero pocos practican.
La cooperación, las empresas, los gobiernos y los autores de política pública han intentado transformar la selva sin entender su gramática. Se diseñan programas para comunidades que nunca fueron escuchadas, se formulan proyectos que no conversan con los territorios y se mide el éxito con indicadores que no respiran. Así, la relación entre el dinero y la vida se quiebra, y los resultados se disuelven.
Pero el territorio sigue hablando, y ofrece respuestas. Las nuevas formas de relacionarse no son un lujo moral: son la condición para obtener resultados. Escuchar antes de decidir, comprender antes de ejecutar, acompañar antes de exigir. En los territorios donde los pueblos indígenas mantienen el control sobre su tierra, la selva no solo resiste: se renueva.
Una familia que maneja el sistema tradicional de chagras —esa agricultura circular que integra árboles, cultivos y suelos vivos— puede captar hasta 46 toneladas de carbono por hectárea al año. Donde otros extraen, ellos reparan. Donde el modelo dominante agota, ellos sostienen. Pero no basta con reconocerlo: es necesario ampliar y titular sus territorios. La ampliación de los territorios indígenas no es un gesto simbólico, sino una estrategia concreta y eficaz para proteger la Amazonía. En las tierras colectivas, la deforestación disminuye, la biodiversidad se conserva y el clima se estabiliza.
Mientras tanto, una persona promedio en Estados Unidos o Europa emite entre siete y quince toneladas de CO₂ al año. En Sudamérica, una y media. En una comunidad amazónica, menos de 0,2. Los que menos emiten son los que más protegen. Pero también los que menos apoyo reciben. El financiamiento climático no debe ser caridad: debe ser justicia y eficacia. Cada dólar invertido en la autonomía de las comunidades indígenas, en la ampliación y titulación de sus territorios, es una inversión directa en resultados: menos emisiones, más bosque, más futuro.
La COP de Belém no necesita más discursos ni promesas que se evaporan. Necesita relaciones que produzcan resultados reales. Entre el dinero y la vida. Entre la política y la gente. Entre la ciencia y el territorio. Porque ningún plan de carbono, ni mercado verde, ni meta de neutralidad servirá si la Amazonía cae. Y si cae, caerán también las lluvias, las cosechas, las ciudades y la esperanza.
Quizás eso era lo que debía responderle a aquel funcionario alemán: que la COP puede ser una reunión más, o puede ser el punto en que entendamos que la solución climática no está en nuevas tecnologías, sino en nuevas relaciones capaces de generar resultados tangibles.
Porque si seguimos hablando entre nosotros mientras el bosque se apaga, la próxima pregunta no será si la COP funciona, sino si todavía quedará alguien para responderla.
