¿Límite o legado?: La soberanía del territorio amazónico como punto de control geopolítico entre Colombia y Perú
Por Maria Luisa García y Alejandro Verjan
alejandro.verjan@fucaicolombia.org
El río Amazonas no es una frontera; es una memoria viva que ha nutrido a cientos de generaciones indígenas. Sin embargo, para los Estados, ese mismo escenario es un mapa en disputa, un espacio donde la geopolítica se impone sobre la vida. La reciente controversia entre Colombia y Perú por la isla de Santa Rosa vuelve a poner en evidencia un patrón histórico: el territorio amazónico es usado como arma diplomática y militar, mientras las comunidades que lo habitan permanecen marginadas de cualquier negociación y representación.
Mientras cada año la Amazonía enfrenta sequías más intensas, deforestación acelerada y cambios climáticos drásticos, los Estados siguen mirando el territorio como una palanca de poder. Lo utilizan para reafirmar intereses políticos o proyectar una supuesta identidad nacional, pero rara vez reconocen su valor vital para quienes lo habitan. Mientras en Bogotá y Lima se discuten mapas y tratados, los pueblos indígenas luchan por preservar la selva que les da sustento y vida. En lugar de ser vistos como aliados estratégicos, son tratados como actores secundarios en las decisiones que más les afectan. ¿Puede hablarse realmente de soberanía plena cuando quienes habitan el territorio no son reconocidos como interlocutores válidos?
Hoy, más que nunca, resulta necesario repensar esta dinámica. La geopolítica amazónica no puede reducirse a cálculos estratégicos entre Estados; debe abrirse a un diálogo intercultural que reconozca el papel central de las comunidades indígenas. Experiencias como las de los guardias indígenas y organizaciones como ATICOYA y ACITAM muestran que otra forma de ejercer soberanía es posible: una que nace desde el territorio y que se orienta a la defensa de la vida y del bosque.
Los tratados y la ausencia histórica de las comunidades
Desde comienzos del siglo XX, el Amazonas fue escenario de disputas estatales y empresariales que invisibilizaron por completo a las comunidades indígenas. El caso de la Casa Arana y el genocidio del Putumayo constituye un punto de partida revelador: mientras los Estados discutían tratados y límites, miles de indígenas fueron esclavizados y asesinados en nombre de la industria cauchera. La firma del Tratado Salomón-Lozano en 1922 y, posteriormente, el Protocolo de Río de Janeiro en 1934, continuaron esa misma lógica. Se trató de acuerdos diseñados exclusivamente entre élites políticas y diplomáticas de Colombia y Perú, de las cuales los principales objetivos se centraban en la adquisición de terreno sin reconocer que en el territorio ya existían pueblos con formas de organización propias y una cosmovisión distinta.
Este patrón de exclusión se refleja en la noción de soberanía adoptada por los Estados: control del territorio, delimitación rígida de fronteras, militarización en caso de disputa, guerra en caso de no encontrar acuerdos y como consecuencia miles de comunidades desplazadas. Sin embargo, ¿qué tan legítima es esta soberanía cuando los habitantes originarios del espacio no fueron consultados ni reconocidos? Los territorios indígenas titulados no sólo son un asunto de justicia histórica y de reparación de tierras, sino que garantizan mejores resultados en conservación ambiental y resiliencia climática, elementos a tener en cuenta cuando nos encontramos en una lucha por la seguridad ambiental y alimentaria a raíz del cambio climático. La ausencia de estas comunidades en los procesos diplomáticos del siglo XX marcó, por tanto, no solo un problema de derechos humanos, sino también una oportunidad perdida para pensar en la Amazonía como un bien común, no nacional sino global.
El Amazonas como arma geopolítica
Aunque los tratados del siglo XX fijaron el río Amazonas como frontera, la propia naturaleza lo desmiente: el cauce se desplaza por sedimentación, crecientes y sequías cada vez más intensas, creando y borrando islas, alterando rutas de pesca y navegación y poniendo en entredicho la línea que separa a Colombia y Perú. La isla de Santa Rosa encarna esta realidad: cuando el nivel del agua baja, su contorno se expone y las vías de acceso cambian, afectando el abastecimiento y la movilidad de sus habitantes, mientras las fronteras diplomáticas se vuelven difusas. Pero este fenómeno no es exclusivo de Santa Rosa; a lo largo de todo el Amazonas, las comunidades indígenas mantienen lazos familiares y comerciales que cruzan de manera natural los límites estatales: se visitan en canoa, comparten celebraciones e intercambian pescado, frutas, artesanías y servicios de salud sin atender a las divisiones de los mapas. Para ellas, el río es un lazo vivo que sostiene la cultura y la economía compartida, lo que demuestra que la soberanía no puede reducirse a coordenadas fijas y prepara el terreno para comprender cómo el Amazonas se convierte en un verdadero escenario de disputa geopolítica.
En las últimas semanas, la isla de Santa Rosa —ubicada frente a Leticia en el río Amazonas— ha sido escenario de tensiones diplomáticas luego de que autoridades peruanas y colombianas realizarán patrullajes y declaraciones cruzadas sobre su pertenencia territorial. Aunque los tratados históricos, como el Protocolo de Río de Janeiro de 1934, no reconocen con claridad y certeza la soberanía de alguno de los Estados sobre la isla, el incremento de actividades ilícitas en la zona, sumado a los efectos del narcotráfico y la pesca ilegal, ha reavivado el debate sobre la necesidad de una mayor presencia estatal y mecanismos de cooperación binacional. Colombia ha manifestado preocupación por el uso de la isla como punto de tránsito de economías ilegales que afectan a Leticia, mientras que Perú insiste en que la soberanía no está en discusión y que se requiere fortalecer los acuerdos de control conjunto del río. Este episodio evidencia que, más allá de las líneas trazadas en los mapas, la verdadera disputa radica en cómo ambos países enfrentan los retos de seguridad, conservación y participación de las comunidades indígenas que habitan y resguardan el territorio amazónico.
La disputa por la isla de Santa Rosa es una clara demostración de la instrumentalización de un territorio que en realidad no se valora ni se conoce de la manera en la que lo hacen las comunidades indígenas: los verdaderos implicados y dueños del territorio. Para enfrentar esta situación se requiere otra metodología: no pensar la soberanía únicamente en términos tradicionales, es decir, como delimitación de fronteras y monopolio de la fuerza estatal, sino asumir una soberanía ambiental compartida. Esta debe incluir la seguridad de los pueblos indígenas, la protección de los bosques y la garantía de condiciones de vida dignas.
La soberanía ambiental compartida parte de que, en base a las dinámicas territoriales y comunitarias de la región en cuestión, se puedan crear estrategias de trabajo entre varios actores para proteger el medio ambiente y preservar un entorno dinámico que priorice el bienestar frente a la geopolítica. Si los Estados conciben el Amazonas únicamente como ficha de negociación diplomática, seguirán invisibilizando la vulnerabilidad real de la región: deforestación, sequías cada vez más intensas, degradación de la biodiversidad y la presión constante de las economías extractivistas.
Ante esta problemática, la acción de FUCAI y de las organizaciones indígenas se ha consolidado como un camino para responder desde el territorio, fortaleciendo procesos culturales, ambientales y comunitarios que replantean la noción de soberanía. La Asociación de Autoridades Indígenas Tikunas, Cocama y Yagua (ATICOYA) y la Asociación de Cabildos Indígenas del Trapecio Amazónico (ACITAM) han tenido un papel fundamental en establecer líneas de enfoque para la preservación de ecosistemas y su sostenibilidad, la reafirmación de la cultura de las comunidades de la región por medio de actividades tradicionales y la consolidación de los guardias indígenas como la principal estrategia de soberanía comunitaria, la cual continúa con lo propuesto por la mencionada soberanía ambiental compartida.
En este proceso, las Aulas Vivas desarrolladas por FUCAI anualmente, han sido un escenario clave de formación y cohesión comunitaria. Allí, las comunidades del Trapecio Amazónico participan en actividades que fortalecen tanto la identidad cultural como el sentido de soberanía territorial: la cocina nativa como espacio de transmisión intergeneracional de saberes; la siembra de plántulas y la revisión de chagras como estrategias de reforestación y cuidado de la selva; y el análisis de la legislación nacional como ejercicio de apropiación política frente a los cambios que afectan su territorio. Estas prácticas no solo mantienen viva la cultura, sino que también generan herramientas para enfrentar las presiones externas (estatales, económicas y ambientales) que amenazan su modo de vida. Cabe resaltar que las Aulas Vivas tan solo son una de las líneas de trabajo desarrolladas por Fucai en la región de la mano de los guardias indígenas, procesos como los programas de reforestación que cuentan con datos de impacto de más de 5,875 hectáreas reforestadas y 40 toneladas de carbono captadas por hectárea anualmente, y el fortalecimiento del gobierno propio y procesos educativos a más de 3,000 niños y niñas, son algunos de los indicadores que prevalecen en la búsqueda de este nuevo modelo de soberanía.
En ese sentido, el trabajo que ha realizado FUCAI con las diferentes organizaciones de la región, demuestran una soberanía que se basa en la defensa del territorio desde la cultura, la sostenibilidad y la identidad. Lo anterior demuestra que la Amazonía no necesita ser un espacio de control geopolítico, sino un territorio donde la soberanía se entiende como la capacidad de cuidar la selva y garantizar la participación de todos los actores que ejercen control real sobre ésta. Donde los Estados fallan, la soberanía comunitaria emerge como alternativa real.
La disputa entre Colombia y Perú en el Amazonas es la continuidad de un patrón histórico donde los Estados han instrumentalizado el territorio y excluido a sus verdaderos guardianes. Frente a un modelo de soberanía estatal que se muestra frágil ante el cambio climático y la presión extractivista, las comunidades indígenas plantean una alternativa concreta: los guardias indígenas, junto con organizaciones como ATICOYA y ACITAM, ejercen soberanía comunitaria desde la cultura y la sostenibilidad ambiental. Procesos que FUCAI acompaña a través de Aulas Vivas, procesos de fortalecimiento, reforestación, entre otros, demuestran que una soberanía intercultural y compartida es posible, y que sin ella, la Amazonía seguirá reducida a un límite impuesto en lugar de reconocerse como un legado vivo.
Archivo personal: foto de guardias ACITAM.
