¿Hoy es mañana?
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
Cuando era niño, me angustiaba no entender el tiempo. Una tarde mi mamá me vio pensativo y me preguntó:
—¿Sergio, qué te pasa?
Le respondí con la gravedad de quien cree estar envejeciendo a los siete años:
—Mamá, tengo un problema. Confundo el hoy con el ayer.
Ella sonrió, me acarició la cabeza y me dijo que no me preocupara.
Días después, mientras contaba con los dedos, volví a preguntarle:
—¿Mi papá cuándo llega de viaje?
—Mañana.
Al día siguiente, confundido, le pregunté:
—¿Hoy es mañana?
Para un niño, el tiempo es elástico. Se estira como chicle cuando se espera. Se encoge como piedra caliente cuando uno juega. Para algunos pueblos indígenas, el tiempo ni siquiera se dobla: se queda. Los sikuani, por ejemplo, conjugan en presente. No porque no comprendan el pasado o el futuro, sino porque saben que lo que importa siempre está sucediendo.
Los griegos tenían a Cronos como dios del tiempo, padre de los dioses. Los mayas medían el tiempo con ciclos tan precisos que aún asombran a los astrónomos. El papa Gregorio ordenó un calendario que aún usamos, con días dedicados a dioses romanos. Y en inglés, los días también evocan a la mitología nórdica: Thursday, el día de Thor.
Hemos construido relojes atómicos, relojes solares, relojes de pulso. Medimos, contamos, organizamos. Pero seguimos sin saber con certeza qué es el tiempo. Einstein dijo que se dobla con la gravedad, que hay regiones del universo donde incluso puede fluir hacia atrás. Y aun así, nadie ha logrado atraparlo. Solo sentirlo.
En Colombia, la esperanza de vida es de 77 años. Dormimos cerca de 25. Trabajamos al menos 12. Nos quedan 40 para vivir, si es que no nos gana la ansiedad.
Vivimos apurados. Cronometrados. De afán. Es el mandato de una cultura donde el tiempo es dinero y quien se detiene, pierde. Pero ¿qué pasa cuando salimos de ese sistema?
Las políticas públicas rara vez se preguntan cómo entienden el tiempo quienes las viven. El campesino mide el día por la luz y el olor de la tierra mojada. La mujer indígena organiza el mes según el crecimiento de la luna y la chagra. Los ancianos cuentan los años por nietos nacidos. Los niños, por cumpleaños que tardan siglos en llegar. Y sin embargo, cada decisión política sobre educación, salud, economía o ambiente, se toma desde un tiempo ajeno: el del Excel, el del presupuesto, el de la elección que viene.
En el libro del Levítico, la Biblia describe el Jubileo: cada cincuenta años, la tierra debía volver a sus dueños originales. No importaba cuántas veces se hubiera vendido el derecho de usufructo. El suelo, en última instancia, no se vendía. Se prestaba. Porque el tiempo no era del hombre, sino de Dios. Y la tierra, también.
Por eso la tierra perdía valor a medida que se acercaba el Jubileo. Porque no se compraba la propiedad, sino el tiempo de uso. Como si el sistema tuviera incorporado un recordatorio de humildad. Como si el tiempo corrigiera los excesos de la acumulación.
Quizá esa sea una lección para el presente. Mientras la humanidad trata de resolver su mayor crisis —la climática— con cumbres urgentes y tecnologías milagrosas, hay otros tiempos que laten con otra lógica. En los territorios indígenas, por ejemplo, el tiempo se mide en cosechas, en sequías, en migraciones de aves. Y lo curioso es que, según el IPCC, los territorios gestionados por pueblos indígenas son más eficaces para mitigar el cambio climático que muchas reservas oficiales. Sin tanto afán. Sin tanta reunión.
¿Y si el verdadero problema no es solo cómo usamos el tiempo, sino cómo lo entendemos?
Porque si no somos capaces de incorporar otras temporalidades —la del río, la del cuerpo, la del aprendizaje— a nuestras decisiones colectivas, entonces estamos construyendo políticas con relojes rotos. Y eso, como cuando uno es niño y pregunta si hoy es mañana, puede ser la forma más tierna —y más peligrosa— de estar perdidos.