Propietarios del uso, no del suelo

Por Segio Martínez

sergio.martinez@fucaicolombia.org

Íbamos bajando hacia Flandes por esa carretera en la que el Magdalena aparece y desaparece entre las montañas, cuando mi papá me habló del Jubileo. El aire era caliente, denso, como si el valle lo apretara todo. Yo tenía una libreta en las piernas y él, las dos manos en el volante, con esa mezcla de calma y precisión con la que habla cuando no quiere parecer que enseña.

—En la Biblia —dijo— había una ley extraña. Cada cincuenta años, la tierra debía volver a su dueño original. No a quien la compró. A quien la heredó. Era el Jubileo.

Los israelitas se organizaban por tribus, y cada familia recibía una parcela. Si alguien la vendía, lo que realmente cedía era el uso, calculado en función del tiempo que quedara hasta el próximo Jubileo. A menos cosechas, menor el precio. Como si cada hectárea tuviera un reloj. Como si la tierra no fuera propiedad, sino préstamo. Podía rescatarse, pero no acumularse. Podía explotarse, pero no olvidarse. Porque la tierra, según esa tradición, era de Dios. Y nosotros, apenas huéspedes.

Yo lo escuchaba medio distraído, viendo por la ventana. Pero esa idea se me quedó como una piedra en el zapato.

Semanas después, caminando por una finca cerca de Bogotá, volví a pensar en eso. Tal vez por eso, cuando llegué al Amazonas, supe reconocer lo que estaba viendo.

Allí no se hablaba del Jubileo. Pero se parecía.

En muchas comunidades indígenas, la tierra es colectiva. No se vende ni se reparte como propiedad privada. Pero sí se hereda, si quien la recibe se compromete a usarla, a cuidarla, a mantener el vínculo. Cada familia sabe qué parcela cultiva, qué árboles ha sembrado, qué ríos conoce. No hay escrituras notariales. Pero hay continuidad. Y esa continuidad funciona.

No es comunismo. No hay eslóganes en las paredes ni confiscaciones. Hay machetes. Hay reglas no escritas. Y una idea silenciosa que lo sostiene todo: la tierra no es mercancía.

En Colombia, menos del 1 % de los propietarios concentran el 81 % de la tierra fértil del país. La promesa del progreso pasó por el campo sin bajarse. Mientras tanto, en los resguardos indígenas —que representan el 35 % de la Amazonía colombiana— se conserva el 98 % del bosque en pie. El contraste es brutal.

El sistema indígena no impide el esfuerzo individual. Lo exige. Cada familia siembra, cosecha, vende. Pero lo hace sabiendo que la tierra no le pertenece. Le ha sido confiada. Es un bien común con uso privado. Como si el Jubileo no se hubiera ido del todo.

Y no se trata solo de estética ecológica. Se trata de economía. De eficiencia. De futuro.

Un informe del IPCC afirma que los territorios gestionados por pueblos indígenas son una de las formas más efectivas —y baratas— de mitigar el cambio climático. Capturan más carbono por hectárea que muchas áreas protegidas. Y lo hacen sin subsidios ni burocracia. Sin necesidad de importar ni exportar nada. Solo con saber estar.

¿Cómo lo logran? Viviendo dentro de los ciclos de la naturaleza, no por encima. Entendiendo que el agua no viene del grifo. Que el aire no se regenera en la ONU. Que el suelo no es un Excel.

El uso sin propiedad, cuando se diseña bien, no genera desgano. Genera compromiso. Porque nada invita más al saqueo que saber que algo pronto no será tuyo. Pero si sabes que lo que usas seguirá allí, que pasará a otros, que te sobrevive, entonces aparece otra lógica. Una menos ansiosa. Más adulta.

Y sí, estos sistemas también fallan. Hay tensiones, abandonos, contradicciones. Pero funcionan donde el mercado no. Conservan el bosque. Sostienen la vida. Evitan la concentración. Lo hacen sin depender del petróleo ni del dólar. Ni siquiera del Estado.

Por eso tal vez la pregunta ya no es si estos modelos caben en el capitalismo. Es si el capitalismo es capaz de aprender de ellos. Cómo escalar sin desarraigar. Cómo distribuir sin diluir. Cómo crear valor sin poseerlo todo.

Como ese paisaje del Tolima que vimos al cruzar el río Coello: verde, abierto, intacto. No es nostalgia. Es una pista. Un recordatorio de que el futuro no siempre requiere inventarlo todo desde cero.

Y fue justo ahí, en esa curva con el valle abriéndose al frente, donde mi papá volvió a hablar:

—A veces la clave no está en lo que hay que construir —dijo—, sino en lo que nunca dejamos perder del todo.

Tal vez el siguiente avance no sea una disrupción. Tal vez solo sea una memoria que sigue viva. Aunque no sepamos muy bien cómo llamarla todavía.

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El río lo sabía