El río lo sabía
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
Las niñas del tarot vivían al frente de mi casa. Hijas de dos médicos que hablaban poco. Ellas, en cambio, eran intensas. Una con el pelo liso y oscuro, la otra con bucles rebeldes, pero idénticas en todo lo demás. Tenían algo de brujas buenas, de misterio sin malicia. Se movían como si fueran una sola. Como si hubieran nacido sabiendo algo que los demás apenas íbamos a empezar a entender.
Una tarde me sentaron en el andén, con esa autoridad que solo tienen los niños cuando juegan en serio.
—Saca tres cartas —dijeron.
Yo tenía cuatro años. Las saqué, claro. Ellas las miraron como quien revisa la historia de un país.
—Vas a tener una esposa muy brava —dijo una.
—Y vas a tener dos hijos —dijo la otra.
—Y vas a tener mucho dinero —remataron, como si firmaran un decreto universal.
Me quedé mirando al piso. No supe si eso era una advertencia o una bendición. Me sentí pequeño. Como si me hubieran entregado un mapa sin explicarme cómo se leía.
Unos meses después, en uno de mis primeros viajes al río Igaraparaná, estaba sentado frente a la vieja Casa Arana. Era temprano. El cielo tenía esa luz indecisa de cuando aún no se decide entre amanecer o quedarse dormido. Estaba pensativo, con la cabeza hecha nudos, cuando Raúl Teteye —sabio bora y maestro en leer preocupaciones ajenas— me preguntó:
—¿Qué tiene Sergio?
—Estoy pensando —le dije, serio.
—¿Y en qué piensa?
—En el nombre que le voy a poner a mis dos hijos.
Raúl soltó una carcajada de esas que resuenan en los troncos. Después se quedó callado, se secó las manos y fue a contarle a mis papás. Desde entonces, mi mamá repite esa historia como se repite un rezo alegre.
Treinta años más tarde, me convertí en papá. Y junto con su mamá decidimos llamarlo Río. Porque el río fluye. No olvida su origen. Se abre paso sin preguntar.
Hay una época en el Amazonas en que los vientos enfrían la selva. La niebla cubre el agua, los peces suben buscando el calor del sol, y los más friolentos sacan saco por primera vez en el año. Nadie espera eso en la selva, pero sucede. Y en esos días, los hombres bajan al río a las cuatro de la mañana. Se zambullen. Toman agua en la boca. Y le piden al río que se lleve lo que no les deja ser mejores: la pereza, los malos pensamientos, las ganas de mentir, de traicionar, el desorden.
No hay discursos. No hay selfies. Sólo hay agua, cuerpo y voluntad.
Hoy entiendo por qué.
Ser papá no es una medalla. Es una dieta. Una que empieza por los gestos y termina en los pensamientos. Porque un hijo te mira incluso cuando no te ve. Porque todo lo que uno hace, o no hace, enseña. Y uno no quiere dejarles una herencia de contradicciones.
A veces pienso en ese niño que miraba el río. Que jugaba con las gemelas del tarot. Que no entendía nada pero ya intuía todo. Que estaba pensando nombres como quien siembra semillas.
Tal vez por eso le pusimos Río. Porque el río no se detiene. Porque no especula ni se arrepiente. Porque no se pregunta si vale la pena avanzar: simplemente avanza.
Y porque, en el fondo, el río ya sabía.