Cuando los dueños de la casa entran por la puerta principal
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
Belém amanece con ese calor que no se pega a la piel: la derrite. Afuera el aire es una sopa espesa; adentro, en la Zona Azul de la COP30, el clima está domado a 21 grados y olor a café caro, como si el aire acondicionado pudiera enfriar también la culpa.
Es fácil entender lo que pasó si lo bajamos del inglés técnico al idioma de la abuela.
Imagínese que un día llegan a su casa unas personas muy importantes. Entran sin timbrar porque “hay urgencia climática”. Corren el sofá, cambian las cortinas, montan una pantalla en la sala y se sientan a negociar cuánto vale el techo, qué hacer con el patio, si el árbol del fondo se queda o se taladra para poner una antena. Todo en otro idioma, con gráficos de colores y puntero láser.
A usted lo dejan en la cocina, por “logística”.
Cuando al fin se asoma a la sala a preguntar qué están decidiendo sobre su propia casa, alguien lo señala y dice que usted “irrumpió”, que “bloqueó el acceso”, que “puso en riesgo la seguridad del evento”.
Eso fue, traducido al castellano de la vida diaria, lo que ocurrió cuando alrededor de 90 indígenas Munduruku bloquearon la entrada principal a la Zona Azul de la COP30: un grupo de dueños del territorio diciéndole al mundo que no se puede seguir pasando a la sala sin mirarlos a la cara. wmo.int+1
No rompieron vidrios ni incendiaron nada. Pararon la puerta durante un rato, con sus cuerpos, sus cantos y sus carteles. Y, sin embargo, en cuestión de minutos, en alguna oficina con aire frío y titulares calientes, ya había aparecido la palabra mágica: disturbios. La palabra comodín que sirve para no hacer la pregunta incómoda: ¿quién decidió que la casa se podía negociar sin el dueño sentado a la mesa?
La historia, en realidad, empieza río arriba.
Semanas antes de que se llenaran de corbatas y gafetes los pabellones de Belém, la Flotilla Amazónica Yaku Mama se lanzó a una travesía de 3.000 kilómetros desde El Coca, en Ecuador, hasta la desembocadura del Amazonas en Brasil. A bordo viajaban decenas de líderes y jóvenes indígenas de varios países, recogiendo historias, denuncias y propuestas a lo largo del río para llevarlas directamente a la cumbre climática. Su exigencia cabía en una frase corta: justicia climática y fin de los combustibles fósiles en la Amazonía. EFEverde+1
Navegaron por la misma ruta que usaron los conquistadores, pero al revés. Donde antes bajaban balas, crucifijos y banderas, ahora subían pancartas, semillas y una convicción rara en estos tiempos: la idea de que no hay salvación posible del clima si se sigue tratando a la selva como una gasolinera con árboles. La tinta
La mitad de esa flotilla tenía menos de 35 años. Jóvenes que crecieron viendo cómo el mapa de su territorio se llenaba de huecos: un hueco por la mina, otro por la carretera, otro por la represa, otro por la sequía. Heredaron la fuerza y las heridas de la Amazonía al mismo tiempo, y decidieron aparecer en Belém no como decoración exótica, sino como ultimátum fluvial: el río mismo llegando a tocar la puerta de la COP. El País+1
Mientras tanto, dentro del recinto oficial se hablaba de “sumideros de carbono”, “mecanismos de mercado” y “oportunidades de inversión”. Afuera, en las calles que no salen en los powerpoints, se celebraba un funeral simbólico para el petróleo, el carbón y el gas: ataúdes con sus nombres, consignas, tambores, una procesión de casi siete kilómetros de gente que entiende que los fósiles no son un tema técnico sino una adicción global que siempre se paga, primero, con territorios ajenos.
Indígenas, campesinos, pescadores, estudiantes, artistas, religiosos… una humanidad entera mezclada bajo el sol cocinándose, gritando algo muy simple que suena peligrosísimo en el idioma correcto: “hay que cambiar el sistema, no el clima”.
Y, entre todo ese ruido hermoso, aparecía de pronto una manta con una pregunta que no cabe en ningún documento oficial: “¿Dónde está Julia Chuñil?”. La cara de una defensora mapuche desaparecida, caminando por una avenida amazónica como un fantasma colectivo recordando que, mientras se negocia el futuro del planeta, todavía hay gente que desaparece por defender un río, un bosque, un pedazo de tierra.
Belém, esos días, era una mezcla extraña: corte de Naciones Unidas con feria de barrio, con vigilia, con velorio, con carnaval. La COP en versión latinoamericana, con la contradicción a flor de piel: adentro los discursos sobre “inclusión”, afuera los filtros, las barreras, el ejército llamado a reforzar la seguridad cuando los Munduruku bloquearon la puerta principal del área de negociaciones. Reuters+1
Ahí es donde la metáfora de la casa se vuelve literal.
La Zona Azul es, en el fondo, el salón donde se firma el contrato de arriendo del planeta. Para entrar se necesita acreditación, código QR y un idioma que no es el de la selva. El bosque llega ahí traducido a cifras: tantos gigatoneladas, tantos millones de hectáreas, tantos años para alcanzar tal meta. El territorio se convierte en “activo natural”, “bioma estratégico”, “reserva de carbono”.
Los pueblos que lo habitan desde antes de la palabra “activo” son presentados como “aliados”, “guardianes”, “actores clave”. Son los que salen bien en la foto de diversidad, justo antes del panel de expertos.
Hasta que un día se cansan de ser foto y se convierten en puerta cerrada.
Lo que pasó cuando los Munduruku bloquearon el acceso a la Zona Azul no fue un episodio de vandalismo. Vandalismo es otra cosa. Vandalismo es deforestar un territorio indígena para meter soja y ganado mientras se firma en Glasgow, en Dubái o en Belém un compromiso muy serio contra la deforestación. Vandalismo es dinamitar ríos para que pase una barcaza cargada de granos “sostenibles”. Vandalismo es llenar de petróleo un delta y luego bautizar el proyecto como “transición justa”.
Lo de la puerta en Belém fue un acto de mínima coherencia: si van a hablar de nuestra casa, aquí estamos. Si van a decidir sobre nuestros ríos, nuestras orillas, nuestros hijos, al menos mírennos mientras firman.
Durante años se ha vendido la idea de que basta con “dar voz” a los pueblos indígenas, como si fueran una app que se activa en los eventos grandes: micrófono en mano, cinco minutos de intervención, aplauso, selfie, publicación en redes con el texto “escuchar a los territorios es clave”. La versión climática del “tenemos amigos indígenas”.
Pero una cosa es dar voz y otra es ceder poder. La primera entra bien en la agenda del día; la segunda desordena el guion. Y lo que hicieron la flotilla Yaku Mama por el río y los Munduruku en la puerta fue precisamente eso: desordenar el guion, obligar a mover la cámara, a enfocar donde no estaba previsto.
Por eso dolió tanto. No porque detuvieran el tráfico de delegados durante una hora, sino porque recordaron algo que a la diplomacia climática no le gusta leer en voz alta: que sin esos territorios vivos no hay meta que valga, no hay 1,5 grados, no hay “transición verde” que se sostenga. Y que, hasta ahora, se ha negociado esa supervivencia como quien regatea el precio de una alfombra en un mercado, pero sin mirar al tejedor.
Vista desde lejos, la escena de la Zona Azul puede parecer una anécdota más en la larga novela de las COP: un día hubo una protesta, se bloqueó un acceso, se emitió un comunicado diciendo que las demandas son legítimas y se invitó a algunos representantes a una reunión con ministras y altos funcionarios. Caso cerrado.
Vista desde la orilla de un río amazónico, la escena es otra: es un ensayo general de lo que viene si las cosas siguen igual. Un aviso. Un “hasta aquí” pronunciado no desde un think tank, sino desde la experiencia acumulada de siglos de saqueo, promesas y papel sellado.
La pregunta no es si la protesta fue “adecuada” u “oportuna” según el manual de protocolo. La pregunta es cuánto tiempo más se puede seguir negociando el futuro del planeta como si los territorios fueran bienes inmuebles y no casas habitadas.
Porque al final todo se resume en esto: si usted está hablando del techo de alguien, esa persona tiene que estar en la mesa. No en la foto, no en el panel lateral, no detrás de la valla con un cartel. En la mesa. Con voz, con voto y con derecho a decir “no”.
Todo lo demás —las acusaciones de vandalismo, las quejas por el “caos”, las columnas indignadas porque se “puso en riesgo la seguridad”— son, en el fondo, ruido de vecinos molestos porque el dueño de la casa se atrevió a entrar a su propia sala sin pedir permiso.
