Inflación: El abuelo nunca oyó hablar de inflación. Y eso puede ser justo lo que necesitamos.
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
Cuando estudiaba finanzas, un profesor costeño, exmiembro de la Junta del Banco de la República, nos explicó qué era la inflación con una imagen tan sencilla como implacable.
—Imaginen que su salario es un vaso de agua —dijo. —Y que cada año alguien le hace un hueco. Pequeño. Invisible. El vaso no estalla. Solo se vacía. Y ustedes ni se enteran. Eso, muchachos, es la inflación.
Era en una universidad bogotana. Mis compañeros y yo pertenecíamos a ese pequeño porcentaje del país que logra acceder a la educación superior: menos del 40 % de los jóvenes entre 17 y 21 años logran acceder a educación superior.
Quince años más tarde, me encontraba en una comunidad Ticuna a orillas del río Amazonas. Después de un día largo recorriendo los cultivos que acompañamos en los programas de FUCAI, llegamos a descansar a la casa de un abuelo.
El abuelo me pidió ayuda: quería arreglar el control remoto del televisor.
“Los botones del volumen ya no sirven” me dijo, hurgando con un cuchillo pequeño entre las teclas tratando de subir el volumen porque para él Petro estaba hablando muy bajito.
Pensé en cómo la tecnología se cuela por las rendijas de la selva como una hormiga que busca su camino, silenciosa, tenaz. En el Amazonas ya no sorprende ver un televisor encendido junto al fogón de leña. Hay DirecTV prepago, hay panel solar, hay gasolina traída a tres horas en bote. Y sí, hay noticieros.
Ese día, el presidente hablaba en tono solemne:
“Hemos bajado la inflación del 13,8 % al 4,58 %.”
Pero el abuelo no preguntó por la cifra. Ni por el ¿cómo?. Preguntó por la palabra.
¿Inflación? ¿Eso qué es?
Intenté explicarlo, pero la teoría casi siempre se queda corta cuando se enfrenta a la vida. El abuelo escuchó con paciencia, y luego sentenció:
“Aquí eso no sube. Porque casi nada se compra”
En las ciudades, el alza de precios se cuela por la canasta básica como humedad por las paredes. En el último año, el precio del arroz subió un 34 %. La carne de res, un 19 %. El plátano, un 22 %. El aceite, un 29 %. Una familia urbana gasta en promedio el 28 % de sus ingresos en alimentación.
Pero en el Amazonas, la historia es otra. Allí, la mayoría de las familias se autoabastecen en un 80 % de lo que consumen: yuca, plátano, pescado, frutas, leña. Se compra lo estrictamente necesario: gasolina para el motor del bote, útiles escolares, jabón, sal. A veces, DirecTV. El resto está resuelto.
No es solo seguridad alimentaria: es soberanía. Y eso cambia todo.
Aquí no se compra la yuca: se cultiva. El ají se cosecha. El pescado se pesca. La leña se recoge. El agua viene del cielo. La inflación puede subir, bajar o desvanecerse… pero no cambia el menú.
Ese milagro tiene nombre: la chagra. Un sistema agroforestal milenario que puede producir hasta 60 cultivos simultáneos, con rotación anual, recuperación del suelo, sin uso de agroquímicos ni dependencia significativa de recursos externos.
En 2023, un estudio de Tropenbos Colombia encontró que una chagra promedio en la cuenca media del Amazonas produce el equivalente a $1.800.000 COP mensuales en alimentos si se calculara su valor en el mercado urbano. Y todo sin generar residuos, deuda o dependencia externa.
La chagra no depende del petróleo, del dólar, ni del Ministerio de Agricultura. Depende de la biodiversidad, del conocimiento ancestral y del tiempo. Su lógica se parece más a la del bosque: acumula activos ambientales de manera estable y se interrelaciona con resiliencia con su entorno.
En la ciudad, se ahorra en cuentas bancarias. En la selva, se hereda un pedazo de bosque.
Cada árbol sembrado es una inversión a largo plazo. No solo por su madera o sus frutos, sino por algo que escasea en el resto del planeta: clima estable, agua disponible, humedad constante.
La siembra de especies nativas, frutales y maderables no solo alimenta: riega. La evapotranspiración de sus hojas crea microclimas, llama a la lluvia, modula el calor. Es decir, reemplaza —gratis— lo que en otros lugares requiere millones en infraestructura.
La Amazonía bien cuidada es, en sí misma, una planta de tratamiento, un sistema de irrigación y una política pública que funciona sin necesidad de decretos.
Sería ingenuo pensar que todo está resuelto. Las comunidades indígenas enfrentan rupturas generacionales, el desorden climático y la presión de grupos ilegales. La selva también se desgasta. El conocimiento también se pierde.
Y sin embargo, su sistema económico ha pasado miles de años ajustándose, repitiéndose y refinándose. Con baja dependencia del mercado, del carbono, del petróleo.
Como si supiera algo que nosotros olvidamos.
Finalmente el abuelo arregló el control, con la misma paciencia con la que siembra yuca: sin prisa, sin desperdicio. Le incrustó un palillo en el botón del volumen, lo giró con cuidado y volvió a sonar la voz del presidente. Sonrió apenas. Entonces, sin dejar de mirar la pantalla, me dijo que esa tierra la había heredado de su abuelo, y su abuelo de su abuelo.
“Aquí nunca falta la comida” —dijo—. Lo que yo tengo me lo dejaron ellos.
Guardó silencio unos segundos. Luego, con el machete apoyado en la rodilla, bajó la voz.
“Lo que me preocupa es que los pelaos ahora se van pa’ la ciudad. Allá en Leticia no hay empleo. No les alcanza pa’ vivir bien como uno vive acá… Y míreme ahora: me toca mandarles mercado desde aquí, como si yo fuera el que vive en la abundancia”
“A veces les digo que se vengan otra vez pa’ la comunidad, que aquí por lo menos se come sin deberle a nadie —continuó, mirando el machete como si hablara con él—. Pero me dicen que yo no entiendo. Que la plata está en la ciudad. Que allá es donde está el futuro. Como si comer, tener techo y vivir tranquilo no contara como riqueza”
Se encogió de hombros.
“Dicen que uno ya no sabe. Que eso de sembrar, criar gallinas, cortar leña… que eso es de antes”
Quizá la mejor política económica para resistir la inflación no está en el Banco Central sino que se encuentra a la vista de todos en unas manos arrugadas, en medio de matas de yuca, a orillas del río Amazonas.
No porque allá todo sea perfecto —el mismo abuelo lo reconoce: los hijos se van, las distancias crecen, los desafíos se acumulan—, sino porque ese mundo aún conserva una lógica que la ciudad parece haber olvidado: vivir bien sin depender o no de la inflación.
Y a veces me pregunto, ya con los zapatos empolvados de ciudad, si no fuimos nosotros quienes dejamos de entender. Si en nombre del progreso, nos alejamos de una abundancia que no cabía en cifras. Si, en esta vida urbana de alquileres, facturas y mercados racionados, no estamos rodeados de escasez… justo cuando los abuelos en el Amazonas siguen sembrando sin deudas, comiendo sin afanes y recordando sin nostalgia lo que para ellos nunca se ha ido.