Ayaawataa en La Guajira

 

Crónica de una Promesa Viva por la Niñez Wayuu

Escrita por: Ruth Consuelo Chaparro

En un rincón calcinado por el sol y por la historia, donde los vientos del norte cuentan cuentos viejos con voz de arena, se reunió la esperanza con nombre propio: Ayaawataa. Dicen los ancianos que esa palabra no sólo significa “verse, tomar conciencia y hacerse cargo”, sino también que trae consigo el rumor de un futuro distinto, uno donde los niños wayuu no mueren de sed ni de olvido.

Fue en la segunda comunidad de aprendizaje donde se dieron cita coordinadores, sabedores, madres sabias, funcionarios, todos bajo una misma carpa invisible de propósito. No se trataba de hablar por hablar. No. Se trataba de salvar vidas. De eso hablaban.

Allí se presentó Ayaawataa, un sistema que no era de códigos ni de pantallas frías, sino de ojos atentos, de oídos prestos, de corazones en guardia. Porque este no es un sistema de información, es un verbo en movimiento. Es la madre que reporta a tiempo, el líder que levanta la voz, la abuela que recuerda las palabras antiguas para enseñar lo nuevo. Es el oído del funcionario que escucha, son los pasos de los gestores que actúan. Son los caminos que se abren aun por encima de los protocolos para correrle a la vida.

En el primer día: todos enseñamos y todos aprendemos

Uno a uno, como cuentas de un collar tejido en Uribia, en Maicao, Manaure y Riohacha, fueron compartiendo los saberes:

“Tenemos un sistema de vigilancia” dijo una mujer con voz de cactus florido. Somos nosotros mismos los que vemos al niño que no come, al que no juega, al que llora en seco. Y avisamos. Y pedimos. Y exigimos.

“Tenemos un control social comunitario “ añadió otro participante. No para pelear por pelear, sino para que se cumpla, para que la comida llegue, para que la EPS no se excuse, para que el programa no se pierda en papeles.

“Nos comunicamos con respeto, con palabras que entienden tanto la autoridad, el tío, como el funcionario, y eso cambia todo “ dijo otro, con sonrisa de relámpago.

Y sobre todo, y esto fue unánime, entendemos la ley wayuu. No podemos traer soluciones si no entendemos los caminos del otro.

Hablaron también de ventas de mochilas y de huertas verdes donde antes hubo tierra sin siembra. De suero oral para el niño que no puede esperar. De redes que unen lo que antes caminaba solo: salud, educación, bienestar.

Uno a uno fue saliendo a la luz los casos más extremos: niños y niñas en condiciones críticas cuya atención implicó sortear enormes obstáculos. Se superaron barreras de transporte, de identificación, de remisión oportuna, de falta de voluntad; se gestionaron pañales, medicamentos y apoyo para los acompañantes. Con esfuerzo colectivo y compromiso, logramos lo más importante: evidenciar con pruebas vivas a niños que hoy están recuperados.

También hemos superado nuestros propios miedos. Casos de éxito hay muchos, pero casi no se cuentan. Hacen más ruido los muertos que los vivos, aunque cada vida salvada debería ser noticia.

El segundo día: una experiencia de la mano con las comunidades

En el segundo día, la experiencia de FUCAI, la Fundación Caminos de Identidad, desplegó ante todo un mapa distinto. No era un PowerPoint. Era una narrativa viva. Era la historia de cómo se puede hacer seguimiento sin lápiz, pero con memoria; cómo se forma talento humano con sueños propios y cómo se mide la nutrición con amor y constancia.

En algún rincón ardiente y polvoriento de La Guajira, donde el viento silba antiguas canciones en wayuunaiki y la arena se cuela entre los huesos, comenzó una historia que no cabría en los papeles oficiales. Una historia hecha de borlas de colores, de hilos que pesaban más que el plomo, y de niños que nacían con el alma sedienta de agua y de justicia.

Allí, en medio del olvido y la sequía, apareció FUCAI como quien no quiere la cosa: no con discursos ni uniformes, sino con los pies descalzos del que sabe escuchar y el corazón dispuesto a desaprender para entender. No llegaron a imponer soluciones, sino a tejerlas con manos sabias y corazones antiguos, junto a las abuelas que recuerdan el canto del primer colibrí y los palabreros que todavía dialogan con el viento.

Uno a uno, comenzaron a contar los hilos que colgaban de los cuerpos menudos de los niños y niñas wayuu. Un hilo azul para el bajo peso, uno blanco para los no registrados, uno rojo para los que no tenían vacunas, otro negro para los que ya no estaban. Y así, sin necesidad de estadísticas ni gráficos, la comunidad supo lo que el Estado aún no había querido ver: que la infancia se les estaba muriendo en los brazos.

Entonces nació el Ayaawata, ese observatorio que no observaba desde arriba sino desde adentro, desde el fogón, desde la chagra, desde el llanto de la madre y la sonrisa del niño que volvía a caminar. No era un sistema de información. Era una constelación de memorias, dolores y esperanzas hiladas con sabiduría ancestral y datos concretos.

Cada familia se convirtió en cuidadora, cada comunidad en vigía, cada niño en motivo de lucha. Y en ese acto heroico de lo cotidiano, se vencieron obstáculos que harían temblar a los burócratas: se cruzaron desiertos sin gasolina, se tramitaron registros sin papeles, se vencieron los silencios que la brujería impone sobre el seno materno. Se acompañó al niño hasta el centro nutricional, se le midió y se le devolvió, limpio de hilos y lleno de futuro.

No menos importante ha sido la formación de autoridades tradicionales y líderes comunitarios para dialogar en su lengua y en la del Estado, en una lucha que no solo exige pañales y alimentos, sino también agua limpia, ingresos dignos, manejo de residuos y veeduría ciudadana para custodiar el cumplimiento de la Sentencia T-302 de 2017. Un trabajo interdisciplinario, con sensibilidad humana y alto nivel técnico, guiado por el interés superior de garantizar los derechos fundamentales de los niños y las niñas wayuu.

Un trabajo en nombre de la sociedad civil, que ha sabido superar egos y logos, romper fragmentaciones históricas y actuar con la humildad que impone la muerte cuando respira cerca, y en La Guajira respira todos los días y por todas partes. Todo ello sostenido por una convicción irreductible: que un Estado Social de Derecho es posible, y que lo estamos construyendo juntos, entre todos, desde abajo, desde adentro, desde donde nacen las verdaderas revoluciones.

Y aunque los medios no lo cuenten, aunque en la capital suenen más los muertos que los vivos, allá en el norte del país hay niños que respiran, caminan y sueñan porque alguien creyó que valía la pena luchar por ellos.

Cada acción tenía nombre, rostro y tierra debajo. Cada niño salvado, una victoria celebrada con baile y canto. La veeduría ciudadana ya no era una carga sino una lanza luminosa. Y las acciones jurídicas, una última defensa cuando todo lo demás fallaba.

El tercer día tuvo lugar: La abundancia del desierto

El tercer día amaneció con un silencio distinto. No era ausencia de ruido, era presencia de algo más profundo: un llamado. Ese día hablaron de lo que parecía imposible en La Guajira de hoy: la abundancia. Pero no la abundancia del mercado, ni la de los informes institucionales, sino la abundancia verdadera: la del desierto que florece en secreto, la del alma que resiste, la del pueblo wayuu que camina sobre la historia sin arrodillarse.

Hablaron de la fortaleza de esa dignidad que no se enseña, que se hereda, del sistema normativo propio, de los sueños tejidos en mochilas, de los rezos que guían los partos, del territorio que no se posee, sino que se honra. La Guajira se mostró no como tierra de carencias, sino como un territorio pleno de memoria, de palabra, de justicia viva. Una tierra que ha dado al país cultura, coraje, sabiduría, sal, sol, viento, carbón, petróleo, gas…

Porque es desde la raíz, desde la palabra de origen, desde el fogón, desde la medicina de las abuelas, donde se halla el camino: el de la ley con rostro humano, el de la justicia que compensa, el de la reparación que no humilla. Es desde allí donde nacieron los compromisos, como semillas que el viento del desierto llevará a cada rincón:

Implementar el Ayaawata en cada comunidad, no como sistema, sino como cuidado encarnado.

Educar desde la tradición oral, sin imponer, permitiendo que la palabra fluya como el agua cuando por fin llega.

Contar los casos de cada vida salvada, porque esa, y no otra, es la medida del éxito.

Fortalecer la vigilancia nutricional comunitaria, el control social, la articulación efectiva con las instituciones, el cultivo de huertas y la comercialización de tejidos para que las familias vivan con dignidad.

Al final del día, con la serenidad de quien ha escuchado más que hablado, la directora del ICBF, Astrid Cáceres, pronunció palabras que quedaron flotando entre la brisa y el alma:

El corazón del cambio es La Guajira. Vamos bien, pero debemos ir mejor. Lograr metas más altas, más sostenidas, con un talento humano más humano y más profesional.

Así terminó la segunda comunidad de aprendizaje, organizada por la Dirección de Familia y Comunidad del ICBF, bajo la guía de la doctora Haidyi Duque Cuestas y Alejandra Vásquez, quienes no hablaron desde el aire acondicionado, sino desde el polvo compartido, desde la experiencia viva, desde la escucha.

Cuando el sol comenzó a bajar y las mochilas se cerraban, los participantes emprendieron el regreso a sus mundos. Pero algo había cambiado. El Ayaawata, ya no era solo un sistema: era una promesa. Una promesa tejida no en papel, sino en piel, en sal, en memoria viva. Una promesa escrita en los ojos de una niña wayuu que aún respira y que, gracias a todos, aún sueña.

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