Crónica de los pensamientos que no se cruzan, pero se miran: el liberalismo clásico y algunos espejos invisibles.

Por Adán Martínez y Ruth Consuelo Chaparro

En un rincón invisible del tiempo, donde las ideas caminan descalzas y las doctrinas susurran como si fueran viejas comadres, se encontraron, por obra de un azar que huele a destino, los principios del liberalismo clásico y los sueños milenarios de otros mundos. Nadie los invitó. Nadie los esperaba. Pero allí estaban: Adam Smith con su bastón de economista ilustrado, y frente a él, un viejo zulú que hablaba en proverbios; un chamán amazónico pintado de sabiduría; Emmanuel Mounier con su ética de rostro humano; Manfred Max-Neef cargando una mochila llena de necesidades humanas; Enrique Dussel con sus libros de mártires latinoamericanos; y más allá, una campesina andina que rezaba a un Cristo crucificado, pero sonriente.

“La libertad individual es el fundamento de toda sociedad próspera”, dijo Smith, como quien enciende una vela en la tormenta. Y recitó con su aire escocés: “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de donde esperamos nuestra cena, sino de su propio interés”¹.

“Pero en nuestra tierra,” —interrumpió el zulú— “no somos individuos separados, somos parte de un todo. Umuntu ngumuntu ngabantu: una persona es persona a través de otras personas”².

Smith se quedó mirándolo como quien ve un espejo que no refleja su rostro.

El chamán amazónico se rió con la risa de los que escuchan los árboles: “Ustedes hablan de propiedad como si el mundo pudiera poseerse. Nosotros sabemos que la tierra no es de nadie, y sin embargo todos le debemos la vida.”

Entonces Mounier, con voz suave pero firme, les habló desde el centro de su corazón cristiano y filosófico: “El individualismo es el cáncer del alma moderna. El hombre no puede realizarse más que en la comunidad. El yo sólo se convierte en sí mismo al darse al tú”³.

Smith, que había venido armado de razón y mercado, sintió por primera vez que su teoría del interés personal tenía frío.

“Hemos confundido el desarrollo con el crecimiento”, dijo Max-Neef sacando un lápiz mordido del bolsillo. “La pobreza no es solo falta de ingresos. Es la falta de satisfacción de necesidades humanas fundamentales”⁴. Anotó en un papel húmedo: “No hay economía sin ética”⁵.

“Y sin justicia histórica”, interrumpió Dussel con ojos de exilio. “La alteridad no es una opción filosófica, es un clamor ético. El Otro no es una categoría abstracta, sino un rostro que interpela y que duele”⁶.

Smith guardó silencio. Tal vez por primera vez en su vida no sabía si responder o escuchar.

La mujer que rezaba al Cristo sonriente alzó la voz como quien canta una copla: “Dios se hizo carne en un pesebre, no en un banco. El que quiera ser el mayor, hágase el servidor de todos”⁷.

Y entonces alguien más, tal vez invisible, murmuró al oído de todos: “En el Evangelio, el bien común no se mide en monedas ni en PIB, sino en panes compartidos”.

Así pasaron la tarde, debatiendo sin vencerse, escuchando sin convencer. El liberalismo clásico, con su defensa de la libertad individual, del mercado libre y del Estado mínimo, encontró que no todos los pueblos del mundo construyen la libertad sobre la competencia, ni creen que el interés propio conduzca naturalmente al bien común.

Para los zulúes, la comunidad antecede al individuo.
Para los pueblos indígenas, la tierra es madre, no mercancía.
Para Mounier, la persona es inviolable, pero jamás aislada.
Para Max-Neef, lo pequeño es hermoso y la dignidad no se negocia.
Para Dussel, la historia comienza en el sur del mundo.
Y para el cristianismo, el Reino de Dios empieza cuando el pan se reparte.

Ninguno de ellos era marxista. No odiaban la libertad. Pero sabían que la libertad no puede sembrarse sobre el egoísmo, ni el desarrollo sobre la exclusión. Porque cuando una visión se vuelve absoluta y se dogmatiza —sea liberal o comunitaria, secular o espiritual— corre el riesgo de volverse ciega. Y cuando una doctrina se cree única dueña de la verdad, comienza a estigmatizar al diferente, a callar al disidente, a negar al Otro. Y a veces, incluso, a eliminarlo.

...Y entonces llegó Marx. No el Marx de los adoquines ni de los manifiestos vociferantes, sino el Marx cansado de ver niños trabajando en fábricas y campesinos sin tierra. Se sentó en la mesa con gesto grave y dijo: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”⁸. El silencio se hizo espeso. “No hay libertad verdadera donde unos trabajan y otros poseen”, sentenció.

Adam Smith frunció el ceño, pero no dijo nada.

Mounier lo miró de reojo: “Es justo rebelarse contra la injusticia, pero no basta con cambiar estructuras; hay que transformar el corazón del hombre”, murmuró.

Dussel, que conocía bien las heridas de América Latina, añadió: “Marx nos mostró el rostro del explotado, pero fue la teología de la liberación la que le puso nombre y lágrimas”.

Y entonces, desde el norte frío, llegó una voz templada y eficaz: la de la socialdemocracia alemana, que no gritaba, pero construía. “Ni la libertad sin justicia, ni la igualdad sin responsabilidad”, dijeron con serenidad protestante. Recordaron a Willy Brandt, a los sindicatos fuertes, a los acuerdos sociales. Y después habló el modelo sueco, con su pragmatismo nórdico: “Aquí conciliamos impuestos altos con empresas competitivas, seguridad social con eficiencia. No abolimos el mercado, pero lo domesticamos”⁹.

Fue entonces cuando todos comprendieron que las ideas, si no se vuelven fanáticas, pueden encontrarse. Que Marx no era el demonio, ni Smith un ángel. Que lo importante no es la etiqueta ideológica, sino la vida digna de quienes caminan la tierra.

Porque el verdadero peligro no está en pensar distinto, sino en creer que sólo uno tiene razón. Cuando eso ocurre, la libertad se convierte en dogma, la justicia en cruzada, y el otro en enemigo.

“Los extremos se tocan”, dijo el chamán. “Y cuando se tocan con odio, arden”.

Smith se levantó entonces, saludó con respeto y dijo: “Quizás no tengamos la misma raíz, pero el mismo viento nos mueve.”

Y el viento —ese que sopla donde quiere y nunca cotiza en bolsa— se llevó sus voces, para que alguien, algún día, las vuelva a escribir en una nueva constitución del alma.


Bibliografía:

¹ Adam Smith, *La riqueza de las naciones* (1776). 
² Proverbio sudafricano. 
³ Emmanuel Mounier, *El personalismo* (1949). 
⁴ Manfred Max-Neef, *Desarrollo a escala humana* (1991). 
⁵ Ibíd. 
⁶ Enrique Dussel, *Ética de la liberación* (1998). 
⁷ Evangelio según San Mateo 20:26. 
⁸ Karl Marx y Friedrich Engels, *Manifiesto del Partido Comunista* (1848). 
⁹ Discurso de Olof Palme ante el Congreso del Partido Socialdemócrata Sueco (1975). 

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