¿Están listos los pueblos indígenas para gobernar con resultados y transparencia?

Escrito por Fernando Acosta

Colombia atraviesa un momento crítico de transición entre el reconocimiento formal de los derechos de los pueblos indígenas y la exigencia de su implementación efectiva. En ese marco, el reciente Decreto 0488 de 2025, que reconoce a los territorios indígenas como entidades territoriales autónomas, representa tanto una oportunidad histórica como un desafío sin precedentes para los pueblos originarios.

Esta nueva etapa llega acompañada de presiones; ya no basta con reclamar derechos; ahora se exige gobernar bien, con transparencia y resultados concretos.

 

Históricamente, el movimiento indígena en Colombia ha luchado por el reconocimiento de su autonomía, identidad cultural y derechos territoriales. Las movilizaciones de los 90 llevaron a importantes logros constitucionales, como el artículo 330 de la Carta Magna, que reconoce la jurisdicción especial indígena y la organización política propia. Sin embargo, a pesar de esos avances, los pueblos indígenas han enfrentado una realidad contradictoria.  Por un lado, el reconocimiento legal de su autonomía; por el otro, una fuerte dependencia del Estado en términos fiscales, administrativos y técnicos.

 

Esta contradicción se mantiene en el Decreto 0488 de 2025, que, si bien crea un marco para el autogobierno, también establece mecanismos de vigilancia, rendición de cuentas y articulación interinstitucional que muchas autoridades indígenas aún no están preparadas para asumir. Este dilema se resume en una pregunta incómoda pero urgente: ¿están los pueblos indígenas preparados para gobernar sus territorios con eficiencia, transparencia y legitimidad?

La Sentencia T-302 de 2017, que declaró un Estado de Cosas Inconstitucional (ECI) en La Guajira por la muerte de miles de niños wayuu por desnutrición, marcó un parteaguas en la relación entre el Estado colombiano y los pueblos indígenas. Desde entonces, han surgido planes, autos judiciales, mesas de seguimiento y hasta un mecanismo especial —MESEPP— para vigilar el cumplimiento de las órdenes. No obstante, los avances han sido parciales, fragmentados y poco sostenibles.

 Los informes recientes de seguimiento muestran que no existen indicadores pertinentes y efectivos para evaluar la transparencia en la contratación pública ni para medir el impacto real de las políticas implementadas. Tampoco hay rutas claras para la rendición de cuentas por parte de las autoridades indígenas o sus aliados en las administraciones municipales. Así, el riesgo es claro y  la autonomía se convierta en un cascarón vacío, ya que la oportunidad de autogobierno deriva en una nueva forma de clientelismo, adscripción e ineficiencia.

En este contexto, el movimiento indígena se enfrenta a un reto mayor con la creciente participación en el escenario político electoral. En el pasado periodo electoral, múltiples liderazgos wayuu intentaron llegar a concejos municipales, asambleas departamentales e incluso al Congreso. Sin embargo, pocas candidaturas lograron consolidarse, y muchas se diluyeron en medio de disputas internas, falta de estrategia y escasa articulación con las demandas comunitarias.

La experiencia de algunos líderes indígenas en cargos nacionales han dejado un sabor agridulce, los cuales  no deben ser leídos como fracasos del movimiento indígena, sino como señales de alerta. Ocupar un cargo no basta; es necesario estar preparado, tener un equipo técnico, conocer los procedimientos administrativos, rendir cuentas y generar resultados tangibles para las comunidades. Las experiencias de formaciones y Diplomado en Gobierno Comunitario y Control Ciudadano, desarrollado por FUCAI y la Universidad de La Guajira, es un ejemplo concreto de cómo se puede avanzar en la construcción de capacidades reales para el autogobierno.

Este proceso ha formado a líderes y lideresas wayuu en temas como planificación comunitaria y planes de vida, marco legal del Estado colombiano y normatividad indígena, control social y veeduría ciudadana, evaluación y seguimiento de políticas públicas. A través de este tipo de procesos, las comunidades empiezan a desarrollar una cultura de la gestión pública indígena, que articula la tradición oral con la exigencia moderna de planificación y transparencia. Pero aún queda mucho por hacer, la transición del liderazgo comunitario al político-electoral exige capacidades técnicas, manejo de presupuestos, control de la corrupción y articulación interinstitucional.

La implementación de derechos no puede depender únicamente de la buena voluntad del Estado o de la presión judicial. Los pueblos indígenas deben apropiarse de los mecanismos de seguimiento, control y evaluación. Deben demostrar que pueden gestionar recursos, ejecutar obras, planificar con visión de futuro y rendir cuentas. Esto exige un cambio cultural profundo: del papel de víctima o reclamante de derechos, al rol de gobernante responsable.

No se trata de replicar el modelo institucional occidental, sino de construir uno propio, pero eficaz. La comunidad internacional también ha tomado nota de esta transición. Cooperantes como Misereor han destacado la importancia de la formación política indígena como condición para el desarrollo autónomo. Pero, como toda inversión, exigen indicadores de impacto, sostenibilidad y resultados concretos. Si los pueblos indígenas no logran consolidar liderazgos transparentes, eficaces y comprometidos con sus comunidades, el riesgo es alto.

En este escenario se puede perder legitimidad frente a las bases, credibilidad frente al Estado y confianza frente a la cooperación internacional. Peor aún, se corre el riesgo de que el Estado utilice los errores como excusa para recortar la autonomía o intervenir directamente, como ha ocurrido en otras experiencias de "fallas institucionales". Por eso, el momento exige una nueva ética del poder indígena: una que combine la sabiduría ancestral con la eficacia administrativa, la visión comunitaria con la disciplina presupuestal, y la defensa del territorio con la planificación estratégica.

El movimiento indígena está ante una disyuntiva, que consiste en  asumir el reto de demostrar que puede gobernar sus territorios con transparencia, eficacia y compromiso, o se arriesga a perder el terreno ganado en décadas de lucha. La autonomía no es solo un derecho, es una responsabilidad. Gobernar bien no es occidentalizarse, es sobrevivir como pueblos, con dignidad, eficacia y legitimidad. La experiencia de La Guajira, los retos de la Sentencia T-302 de 2017, los diplomados comunitarios y las lecciones de las malas gestiones pasadas, deben ser el punto de partida para una nueva generación de líderes indígenas que no solo reclaman derechos, sino que también los garantizan.

 

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