El tiempo, esa otra forma de riqueza que la ciudad olvidó
Por Segio Martínez
sergio.martinez@fucaicolombia.org
Me acuerdo de un juego de niño. Uno de esos juegos sencillos que hoy solo existen en los patios de las casas viejas. Tenías que lanzar una piedra y correr a atraparla antes de que tocara el suelo. No ganabas nada. No perdías nada. Pero si jugabas bien, reías. Y si reías, el día ya estaba ganado.
Hoy ese juego me parecería un lujo.
En las ciudades, el tiempo se cotiza por minuto. Se factura, se registra, se monetiza. Hay aplicaciones que te dicen cómo optimizarlo. Hay libros que te enseñan a no desperdiciarlo. Hay personas que te lo cobran. Y otras, que ya no saben dónde se les fue.
Pero en las comunidades indígenas del Amazonas, el tiempo funciona distinto.
Hace unos meses, en una comunidad del trapecio amazónico, un niño me preguntó si en Bogotá también jugábamos fútbol todos los días a las cinco de la tarde.
—Allá hay canchas grandes, ¿cierto? —me dijo.
Le respondí que sí, pero que muchas veces estaban vacías. Me miró confundido.
—Entonces ¿por qué no juegan?
Pensé en responderle. Pero no supe.
En las comunidades con las que trabaja la Fundación Caminos de Identidad (FUCAI), el tiempo no es oro: es vida. Lo llaman "tiempo de vida". Incluye trabajar en la chagra, enseñar a los hijos a pescar, ayudar en la casa, jugar fútbol, arreglar el bote, compartir historias. Todo eso cabe en una jornada productiva.
Un estudio coordinado por Alvori Cristo dos Santos encontró que, en promedio, las personas dedican el 45% de su jornada a actividades comunitarias y familiares. No son horas extras: es el corazón del sistema. Ahí se transmite el conocimiento, se fortalecen los lazos, se siembra el respeto.
El tiempo es riqueza. Pero hay muchas formas de ser rico.
Mi mamá siempre lo dijo: el tiempo es el único recurso verdaderamente no renovable.
Las cifras lo demuestran. En sistemas de chagra bien mantenidos, por cada caloría invertida en trabajo, se obtienen entre 12 y 15 calorías de retorno. Es una eficiencia impresionante. En comparación, en las ciudades amazónicas como Leticia o Tabatinga, donde el alimento se compra, se cocina con gas y se transporta con gasolina, esa relación cae a 3 o 3,5 calorías por cada caloría invertida.
No es solo cuánto se produce, sino cómo se produce. Y para qué.
Este sistema productivo y estos tiempos de vida son posibles gracias al sistema de chagras y a la acumulación de activos ambientales que las comunidades han construido a lo largo de generaciones durante los últimos 6.000 años, que es lo que lleva existiendo la Amazonía. Esa acumulación no está en bóvedas ni en cuentas de ahorro, sino en la biodiversidad, en los saberes transmitidos, en los suelos fértiles y en las relaciones que sostienen el tejido comunitario.
En 2019, FUCAI realizó una encuesta a agricultores ticuna sobre la posibilidad de aumentar la venta de productos de la chagra. La mayoría dijo que no quería vender más. Los investigadores, extrañados, preguntaron por qué. La respuesta fue unánime:
—Porque para vender más hay que producir más. Y para producir más hay que trabajar más.
En otras palabras: no estaban dispuestos a cambiar tiempo de vida por dinero.
No es romanticismo. Es una decisión económica. Una elección consciente. En un mundo que premia la productividad a costa del agotamiento, estas comunidades decidieron no correr. No acumular. No cambiar sus tardes de fútbol por horas de sobreproducción.
Y quizás tienen razón.
A veces, el desarrollo no consiste en correr más, sino en saber cuándo parar. En saber qué no vender. Qué no perder. Qué conservar.
Nosotros, los de la ciudad, que medimos el éxito en horas trabajadas y productividad marginal, podríamos aprender algo de eso.
Porque si el tiempo también es riqueza, entonces tal vez los ricos estén en otro lado. Donde todavía se juega futbol a las cinco.