El Pico y Placa del hambre
Por: Zulma Rodríguez
Un calor intenso se cuela, por estos días, entre las rendijas de la minúscula habitación que alberga las 8 almas que despiertan de su ligero sueño. Aún el sol no asoma por el horizonte, cuando la jornada comienza a despertar a los habitantes de la ranchería quienes deben cumplir, como una penitencia, la agotadora rutina del día: prender los fogones de leña para escurrir las últimas gotas de café que salen del tarro casi vacío colgado en la cocina y conseguir el agua que mana, como un milagro, desde las arenas de un profundo pozo artesanal.
Hoy la rutina de la casa se ve apagada por una desesperanza que se siembra desde la ranchería y que recorre los calurosos pasos hasta la institución educativa más cercana. Hoy Aliana* no se levanta de buen ánimo y es que el dolor en las tripas ha comenzado a retumbar desde temprano, anunciando que el yajaushi de la tarde anterior ya ha desaparecido y que ha dejado el espacio vacío a la espera de un nuevo alimento.
Pero en la cocina solo se vislumbra un vaso de plástico naranja que contiene algo de alimento y que deberá compartir con sus hermanos más pequeños. Con los ojos pesados y aún con un espacio sin llenar en su estómago, se va al colegio arrastrando los pies, sabe que hoy no es su día y se ha acostumbrado, aún sin entender, que a pesar de la alegría de los juegos infantiles y de la reunión con sus amigos, el hambre no desaparecerá porque hoy no le toca su turno de alimentación.
En las zonas rurales de La Guajira, donde el viento sopla fuerte y el agua es un bien escaso, también escasea el alimento en las escuelas. Pero no se trata de una escasez natural, sino estructural. La crisis humanitaria que atraviesan los niños y niñas guajiros ha llevado a las instituciones educativas a adoptar medidas extremas para garantizar, al menos parcialmente, un derecho tan fundamental como el acceso a la alimentación. Entre esas medidas, destaca una práctica inusual, pero reveladora: el “pico y placa” para suministrar alimentario escolar.
En una institución educativa con cerca de 900 estudiantes, solo se reciben 600 refrigerios del Programa de Alimentación Escolar (PAE). No se trata de desayunos ni almuerzos. A menudo, apenas alcanzan a ser un bollo de harina de maíz acompañado de una bebida de avena. Ante esta realidad, los rectores y docentes se han visto obligados a diseñar un sistema rotativo: un día reciben comida los estudiantes de primaria, al siguiente los de secundaria, y en otro turno, los de preescolar. Quienes no están en el “día asignado” para recibir alimento son enviados a sus casas a las 10 de la mañana, para que allí, si tienen suerte, consigan algo que comer.
Este sistema de “pico y placa alimentario” no es una estrategia pedagógica, ni una innovación institucional. Es una respuesta desesperada a la falta de asignación presupuestal suficiente, y a una política pública que, aunque diseñada para atender a la niñez vulnerable, sigue sin dar respuestas eficaces a los territorios más afectados por el hambre y la pobreza.
El Programa de Alimentación Escolar (PAE), de acuerdo con su normativa, debe garantizar al menos un complemento alimenticio diario a los estudiantes matriculados en instituciones oficiales del país. Sin embargo, en La Guajira, donde el hambre no es una cifra sino una experiencia diaria, el PAE se ha convertido en una promesa incumplida, ya que la orden presidencial era reforzar el PAE y garantizar un PAE extendido aún en temporada vacacional.
Las instituciones educativas rurales reciben lotes de refrigerios insuficientes, y los docentes deben actuar como administradores de una ración que no alcanza para todos. La alimentación, que debería ser un derecho, se convierte en una rifa azarosa, donde los ganadores comen y los otros abandonan la clase antes del mediodía. Este fenómeno no solo afecta el bienestar físico de los menores. La relación directa entre hambre y deserción escolar es evidente. En las zonas rurales dispersas, donde el acceso al colegio implica largos trayectos a pie o en mototaxi (cuando hay recursos), la promesa de un refrigerio es a menudo el único aliciente para asistir a clase. Si ese refrigerio no está garantizado, la escuela pierde sentido.
Las estadísticas sobre deserción escolar en La Guajira revelan una problemática persistente. A la falta de alimentos se suman la ausencia de transporte escolar, la carencia de útiles, uniformes y materiales básicos. La educación deja de ser una oportunidad cuando no se acompaña de condiciones mínimas para su aprovechamiento.
La deserción también afecta a los niños migrantes, particularmente venezolanos, que, aun estando en el país, no pueden acceder plenamente al sistema educativo por no haber legalizado su situación migratoria. Para estos menores, la educación es un laberinto burocrático y muchas veces inaccesible.
Mientras se organizan comités técnicos y se redactan planes de acción, los niños en La Guajira desayunan, cuando tienen suerte, un bollo de maíz insípido, que más que alimento parece un símbolo de lo que significa ser niño indígena en Colombia: es una cuestión de supervivencia.
Los refrigerios del PAE, que en la normatividad deberían cumplir estándares de calidad, balance nutricional y adecuación cultural, rara vez cumplen con estos criterios. Lejos de reconocer la dieta tradicional wayuu o garantizar una nutrición integral, los alimentos entregados se han vuelto una rutina mínima para silenciar la urgencia.
La Corte fue clara en señalar que no se trata simplemente de “dar comida”, sino de asegurar la seguridad alimentaria respetando las prácticas tradicionales de cada comunidad. Pero en la práctica, el PAE ha sido ejecutado con una lógica logística que no reconoce las particularidades culturales ni las necesidades territoriales. Los criterios para asignar raciones siguen sin ser transparentes, y muchas comunidades quedan fuera del radar institucional.
Aunque se han creado planes y decretos como el 0147 de 2024 y se ha activado el MESEPP, los efectos siguen sin llegar a las escuelas. No basta con el diseño de políticas públicas, se requiere implementación efectiva, vigilancia comunitaria, auditoría social y sanción a los operadores que incumplen.
El sistema de rotación alimentaria es un testimonio de la creatividad y compromiso de los rectores y docentes, que han preferido organizar lo poco que llega antes que excluir por completo a ciertos grados. Sin embargo, este mecanismo no debe convertirse en norma. No puede aceptarse como parte del sistema educativo oficial que un niño sea enviado a su casa a las 10 a. m. porque no le tocó refrigerio.
El “pico y placa alimentario” escolar en La Guajira es más que una medida temporal; es un síntoma profundo de un sistema que sigue negando derechos básicos a los más vulnerables. Mientras los niños no tengan garantizado un plato de comida, no podremos hablar de educación, de desarrollo ni de justicia.
El hambre no espera informes ni diagnósticos. Exige decisiones urgentes, recursos suficientes y una voluntad política que deje de ver a La Guajira como una periferia olvidada. Porque donde hay un niño sin alimento, hay un país que no está cumpliendo su promesa constitucional.
*El nombre del menor fue cambiado.