A 10,000 Pies con una Serpiente: Pánico en el Aire.

Historia escrita por Sergio Martínez

Narrada por Adán Martínez

Era 1975. La lancha me dejó en el puerto rústico de Puerto Inírida, y desde allí, caminé hasta la pista de arena que servía de aeródromo al pueblo.

A las dos de la tarde debía partir mi vuelo, una conexión esporádica que sólo ocurría cada dos semanas o incluso una vez al mes. Antes de abordar, decidí almorzar en el restaurante de Carmensa, una mujer que, huyendo de la creciente violencia en otras regiones, había encontrado refugio y una nueva vida aquí, justo al lado de la pista.

Mientras degustaba una sopa de plátano típica de la región, mis ojos se posaron en un Douglas DC-3 que se aproximaba, un veterano de la aviación con un ilustre pasado y ahora relegado al transporte de carga y pasajeros entre los rincones olvidados de la Amazonia y la Orinoquia colombianas. A la 1:30, el avión tocó tierra, levantando una cortina de polvo que se dispersaba lentamente en la brisa cálida de la tarde.

El avión, operado por un comprador reciente en Villavicencio, realizaba su ruta habitual: desde Villavicencio a Puerto Inírida con carga, y de regreso, transportaba pescado, pasajeros y equipajes. El interior del avión estaba organizado con simplicidad: dos hileras de asientos a los lados y en el centro, equipajes y encomiendas. Entre los pasajeros, un hombre enfermo en silla de ruedas era el último en abordar, su silla acomodada al final para facilitar su desembarque.

Una vez en el aire, intenté acomodar mi saco como almohada para descansar un poco. Sin embargo, el frío penetrante a gran altura me despertó apenas unos minutos después de haber cerrado los ojos. Mientras me envolvía de nuevo en el saco, observé en la parte delantera del avión  a otro pasajero, un hombre que revisaba con meticulosa ansiedad una serie de tarros de plástico blanco con tapas azules. Uno a uno, los destapaba ligeramente, inspeccionando su contenido con una preocupación palpable.

De repente, su rostro se tornó pálido. Se levantó precipitadamente y se dirigió hacia la cabina de pilotos. El copiloto, claramente alterado por la conversación, se volvió hacia nosotros y anunció que uno de los tarros contenía serpientes destinadas a un laboratorio para la producción de suero antiofídico y que, para horror de todos, una cuatro narices había escapado.

En el estrecho corredor del Douglas DC-3, un silencio sepulcral cayó sobre los pasajeros. Instintivamente, todos levantamos nuestros pies del suelo, apoyándolos sobre las maletas, mientras nuestras miradas se transformaban en rastreadores ansiosos, escudriñando cada sombra y cada rincón del suelo en busca del reptil venenoso. La ansiedad era palpable, casi se podía tocar, y la tensión en el aire se espesaba con cada minuto que pasaba. El piloto, con una voz que intentaba proyectar calma pero no ocultaba una nota de preocupación, nos instó a mantener la calma para evitar un peligro aún mayor. "Manténganse quietos y alerta," dijo, "cualquier movimiento brusco podría provocarla."

A medida que el avión seguía su ruta, cada minuto parecía extenderse indefinidamente. El tiempo se dilató en una especie de pausa etérea, donde cada pequeño ruido, cada crujido del viejo fuselaje, resonaba con la intensidad de un trueno. Las mentes trabajaban febrilmente, imaginando cada posible escondite, cada eventualidad. Cuando finalmente las ruedas del avión tocaron la pista de Vanguardia en Villavicencio y el rugido de los motores se transformó en un murmullo, un suspiro colectivo de alivio se filtró entre los susurros de los pasajeros. Descendimos con una cautela exagerada, como si cada paso pudiera ser el último.

Al pisar la firmeza de la pista, aún estábamos envueltos en un halo de incertidumbre. La tripulación comenzó a descargar el equipaje con una eficiencia que parecía más lenta que de costumbre. Entonces, un grito agudo cortó el aire, elevando de nuevo el pulso colectivo. Por un momento aterrador, pensamos lo peor; imágenes de lo que podría haber sucedido llenaron rápidamente nuestras mentes. Sin embargo, la realidad fue a la vez un alivio y una sorpresa: el señor en silla de ruedas había descendido de primero ayudado por la tripulación y había sido colocado inadvertidamente sobre un hormiguero, causando su angustioso grito.

Mi equipaje finalmente apareció por la puerta del avión. Con un cuidado meticuloso, palpé y revisé cada centímetro de la maleta, especialmente los bolsillos externos donde una culebra podría haber buscado refugio. El alivio al no encontrar nada sospechoso fue profundo, pero mi tranquilidad duró poco. Justo en ese momento, uno de los miembros de la tripulación salió del avión, su rostro reflejaba una mezcla de alivio e incredulidad, y anunció: "¡La encontramos! Estaba en el baño ubicado en la cola del avión, había buscado la humedad del inodoro para esconderse." La pregunta de todos los pasajeros, que quedó resonando en el ambiente,  fue: “cómo esta serpiente venenosa pasó de junto a la cabina a la cola del avión sin que nadie lo haya advertido?”

A pesar del alivio palpable, una risa nerviosa escapó de mis labios, resaltando lo surrealista y lo intenso de la situación vivida. En casa, me costaría trabajo hacer creer a mi familia y amigos lo ocurrido en ese vuelo. Desde ese día, cada vez que subo a un avión, no puedo evitar interrogar a mis vecinos sobre el contenido de sus equipajes y sus planes al llegar a destino, una precaución nacida de un vuelo que, definitivamente, nunca olvidaré.

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